Nada por aquí, nada por allá, como en el pase de un mago. El fresco silencio de la mañana era mi única compañía por las calles de La Paz, al norte de Entre Ríos. Y a no ser por el ronco ladrido de un cusco madrugador, pude suponer que me había convertido en un personaje de Ray Bradbury al que el resto de la humanidad había abandonado a su suerte en un mundo deshabitado. Pero al regreso de tan fantástica conjetura, la realidad me hizo comprender que mi soledad se debía a que ese día era domingo y las agujas del reloj apenas habían superado la hora siete.
En eso estaba, ya aventados los fantasmas de la nada común situación, cuando al desembocar en la zona portuaria, sentí pasos a mi espalda y, al darme vuelta, di cara a cara con un pibe; con un gurí que, de acuerdo a su apariencia, tendría unos 10 años.
—Señor, ¿Tiene para el pan? –me dijo a quemarropa.
Mi inmediata reacción fue satisfacer su pedido, pero movido por la curiosidad y porque su presencia le aportaba calidez a la excursión que había emprendido, opté por formularle la remanida pregunta de circunstancia: “¿Cómo te llamás?” A lo que el pequeño interlocutor me contestó en términos desconcertantes:
—Juancito Dos Goles…
—¿Cómo? ¿Por qué “Dos Goles”? –volví a preguntar perplejo.
Y el chiquilín me contó que tenía ese sobrenombre porque siempre que jugaba al fútbol convertía dos goles.
—¿Ni uno más, ni uno menos?
—No señor. Siempre hago dos goles.
—¿Y dónde jugás? –lo interrogué, entre divertido y asombrado por su insólita versión del caso.
—Acá, en el pueblo, cuando puedo venir. Porque yo soy de allá, sabe, vivo enfrente, dijo, señalando con gesto impreciso las islas que bordean el Paraná.
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Lo que siguió después fue una prolongación de preguntas y respuestas como en un ping-pong verbal. El pibe me había intrigado, y mientras nos acercábamos a una panadería supe de acuerdo con su relato, que vivía con un segundo padre y su mamá en lo que deduje sería una especie de ranchada; que ayudaba a su padrastro a tirar y recoger el espinel con el que, a su decir, algunas veces capturaban “grandes pescados”, pero que cada vez eran menos porque “ahora vienen más chicos”; y que el sustento de la familia, también compuesta por cinco hermanos suyos, dependía de lo que el río podía ofrecerles, ya que vendían en el pueblo lo que lograban pescar.
Así pues, conversando animadamente llegamos a la panadería, donde me detuve para darle el dinero que me había pedido para comprar el pan.
—Bueno, -le dije-, si también te gustan las facturas, con lo que te doy, alcanza.
Juancito Dos Goles me agradeció y se introdujo en el negocio, en tanto yo reanudé mi marcha, esta vez en sentido contrario hacia la plaza. La ternura del encuentro me acompañó hasta el hotel donde me alojaba y, luego de haber desayunado, sentí ganas de conversar nuevamente con el increíble chiquilín, por lo que me dirigí otra vez a la misma zona. Y fue entonces, en esa disposición, cuando en el trayecto hallé al paso una casa de videojuegos donde un puñado de chicos gastaba el regocijo de sus monedas. El mediodía encendía el fuego de múltiples asados y la gente paceña había reaparecido en las calles cuando, entre los pibes que movían palancas y pulsaban botones en ese local, divisé al pícaro pescador-futbolista que, ajeno a mi asomada curiosidad, gozaba de su animada diversión. Decidí, en consecuencia, para no opacar su transparente felicidad, retomar mi camino lenta y reflexivamente.
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Porque, al tiempo de trepar veredas en dirección al centro de la ciudad, fui analizando los hechos para llegar a una conclusión: Juancito no necesitaba tanto el pan cotidiano, pese a las carencias de su hogar, como del que se amasa con la fantasía de los juegos infantiles. Mucho más cuando son –como en su caso- muy esporádicos. Y por eso deduje que se fue de la panadería apenas yo me alejé, conservando el dinero que le había dado para luego gastarlo en las maquinitas.
Ergo, el pibe primero había gambeteado la custodia de su padrastro y luego a mí, para sacudir, como siempre, dos veces la red de una encarnada rutina; para prolongar su racha goleadora.
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