El tentempié obligado de la jornada de caza, salpicado de anécdotas de eventos anteriores, en general afines unas con otras. En boca de personajes vernáculos, año tras año se van enriqueciendo y, ¿quién puede decir ahora, qué fue lo que verdaderamente sucedió?
Intento ser justo con gente tan amable de pintorescos pueblitos de Buenos Aires donde suelo cazar, pero La Angelita es mi refugio predilecto: un lugar entrañable, que hace que me sienta tranquilo y descansado.
Desde el pueblo, un camino intransitable para cualquier forastero conduce hacia la chacra de los Valle. La tranquera inclinada que hace tiempo no se cierra, indica por dónde entrar. Un sendero demarcado en su centro por pastos más verdes llega a una arbolada tapera. Atrás, como escondido, se descubre un rancho arrumbado que, temporada tras temporada, va perdiendo alguna habitación.
Ricardo y Mateovich se encuentran sentados junto a una antigua bomba de agua manual que luce oxidada por completo. Del fuego encendido emanan olores heterogéneos, dada la diversidad de troncos que se van quemando. La ajetreada parrilla solo sostiene una pava tiznada que, de vez en cuando, se alza para llenar otro amargo. En el cañadón, cerca del arroyo que surca y embellece el paisaje, escopetas en manos van apareciendo dos pares de hermanos y sus perros: el Chimy y yo acompañados por Nando Barragán, mi entrañable Vizla; unos metros más allá, los Valle, con Pucho, un pointer macho de gran porte.
La cacería se desarrolla sin sobresaltos. Ha sido un año lluvioso y grandes extensiones se encuentran bajo el agua.
—Los campos se han vuelto “comepiernas”, dado el cansancio extra que significa caminar en el barro, dice Chimy.
—Che, vamos yendo, ya debe estar el asado, anuncio.
Ese día de caza va terminando. Todos sabemos que a la tarde, después del almuerzo, nos quedaremos adorando la parrilla, charlando y contando las mismas historias de siempre. Horas más tarde, el ocaso, acompañado de un rocío que hará sentir el frío, nos invitará a rumbear hacia La Angelita.
Desde el patio se siente ese olorcito único a torta frita de la abuela Clara. En la puerta, como si fuera el viejito que anunciaba el mal tiempo en la casita colgada en la cocina de mis abuelos, me espera el nonagenario Manolo. Naipe de 40 cartas azules en mano, hace la misma pregunta de rigor de cada año: “¿Has aprendido a jugar cartas, desde la última vez que te gané?”; y el truco de seis se extenderá hasta la madrugada.
La temporada de caza va terminando y otra vez “nos embarazamos”: a esperar nueve meses para que llegue el glorioso 1° de Mayo y así volver al ruedo. Ahora es tiempo de desempolvar las cañas. Mis entrañables amigos de La Angelita avisan que los corderos ya están listos. La cita es en el Club de Pescadores de Junín, en la laguna El Carpincho. La excusa, esta vez, la pesca.
Cerca de las cuatro de la mañana salgo de Munro. Paso a buscar a mis compañeros Alex y Federico. Mateando en la ruta vamos programando el día. Flavio, un amigo que vive en Junín, nos espera en la entrada del club, con dos porciones de mojarras adquiridas el día anterior y que dentro de una bolsa con oxígeno hizo descansar en la heladera, para que el frío las aletargue y permanezcan vivas.
El día se desarrolla con normalidad; solo unos pocos pejerreyes en el bote. En la costa ya se puede observar el humito de las parrillas y en una de esas estará nuestro apetecido cordero.
De repente, una de las tres boyas color verde limón se desplaza hacia la derecha; cañazo y pierdo el pique. Inmediatamente suceden otros dos piques “fallidos”. Recojo la línea y para mi sorpresa, me faltan los tres anzuelos dorados que había atado. Obviamente las cargadas no tardaron en llegar: que “aprendé a atar los anzuelos”, que “¿quién te enseñó?”, que “te vamos a regalar un curso de cómo hacer nudos de pesca”, y bla, bla, bla.
Mientras tanto, Federico pesca una hermosa tararira. Cuando está a punto de ser arrojada nuevamente al agua, Flavio insiste en llevarla y comerla asada. Tratamos de convencerlo para que la devuelva, de que no vale la pena, que está el cordero; pero de nada sirve. La guarda en el balde y la lleva a la costa.
Arribamos a la zona de parrillas. La familia Valle a pleno se encuentra rodeando el animal asado que, como de costumbre, tiene encima y a unos 30 centímetros una chapa con fuego, provocando así una especie de horno convector. Saludos de rigor, abrazos, charlas y, en eso, el grito ronco de Flavio: "Tincho… ¡Mirá lo que encontré!".
Uno a uno, de la panza de la tararira fue sacando, todavía encarnados, los tres anzuelos dorados.
En ese momento, miradas cómplices y, luego de un silencio duradero, un pacto de honor que queda internalizado:
—“Che, esta no se la contemos a nadie… ¿Quién nos va a creer?
CAZA | 01-10-2022 19:00
Relatos a cielo abierto: Un paso de magia
Evocación de la temporada de caza que se emparenta con la pesca en una historia entrañable de Martín Rillo. Más de uno se va a sentir identificado.
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