“A Fito abrigalo bien, porque salimos muy temprano”. La frase surge de una nebulosa de seis décadas; regresa junto con el olor del fuego a carbón de leña, la cocina económica con parrilla de campana, en un Buenos Aires de apenas dos pisos; y acompañada por el latido acelerado de un corazón de cinco años de edad, deslumbrado ante la evidencia de un deseo constante de acompañar a su padre en una cacería.
La escena se nubla sobre una cabecita reclinada en la mesa del comedor, vencida por el sueño, quieta, cerca de las cajas de cartuchos “Dos leones” de calibre 16, munición 6 y 7. El chico recién comienza a leer, impelido por la profusión de libros de la biblioteca familiar. Lo ayuda la madre, que es maestra, y una ansiedad de traducir los motivos de punta seca que grafican la mayor parte de las páginas. Luego, muchos años después, sabrá que se trataba de Tito Livio ilustrado por Doré, o Gustavo Malet con sus hoplitas de las Guerras Médicas y sus legionarios vencidos y vencedores de Aníbal. Su interés se vuelca hacia los sucesos de caza de los babilonios y de los ballesteros medievales. Cuando en su mocedad le preguntarán cómo se había hecho cazador, él diría simplemente: “Me recuerdo desde siempre asombrado ante una presa abatida, como si yo mismo estuviera dentro del grabado”.
Fito, en nuestro acto, es demasiado pequeño aún para efectuar análisis. Le basta con saber que el padre, al día siguiente, disparará con su escopeta y él podrá tener otra vez el montoncito de carne y plumas entre sus manos. Vivos o muertos, los seres del campo le despertaron siempre la misma intención posesiva. Tenerlos, observarlos de cerca. Así tuvo jaulas y corralitos, donde podía ver a su antojo a las aves y los pequeños mamíferos que amigos campesinos le enviaban a su padre.
La escena es ahora el mismo chico soportando la breve lavada de cara de su abuela; calzado con medias gruesas y botitas, gorra de lana y mucho abrigo. Luego, la noche invernal aún joven, que los lleva hasta la Plaza Once, donde suben a un coche que para el pequeño es todo un mundo sobre ruedas. Se inicia la marcha y el padre cree que su hijo se dormirá en seguida; pero nada de eso. Fito está de pie entre los dos asientos, viendo por la ventanilla y extasiado por el sucesivo paso fugaz de las casas, los negocios, los pasos a nivel, y los pequeños grupos de transeúntes reunidos en las esquinas a la espera de los primeros ómnibus del día.
El papá ahorra varias semanas y luego alquila un Fordcito A de dos puertas, siempre el mismo, con el mismo chofer. Así llegaban a Cañuelas, se internaban una legua por caminos de tierra y desembocaban en un tambo donde el chico debía beberse un tazón de leche recién ordeñada. Después sobrevenía una charla con los dueños de casa, “para esperar que levantara la escarcha”. Por último, la caminata detrás del perro y la frase repetida: “Fito, la mano en el cinturón”.
Era bastante incómodo, porque el menudo aprendiz alcanzaba apenas el cinturón del padre. Pero de esa forma, el cazador se aseguraba de no tener al hijo delante en ningún caso. Para poder observar parte del andar del perro, debía asomar la cara por sobre la cadera del tirador. De paso, aspirar el aire helado que a veces traía aromas fuertes de hinojo, de menta y estiércol de vacas cuando estaban cerca de un corral.
El braco mestizón acomodaba el tranco al de su dueño y se perdían los tres por un derrotero festoneado con los disparos de escopeta belga de dos cañones. Las perdices regresaban en el mismo canasto en el que el padre había llevado el asado, el pan y el vino.
Al la vuelta se cumple la cuota de sueño prevista para la ida y el chico sueña con los vuelos cortos, el disparo, las plumas, el acezar del perro con la presa en la boca. Está soñando con los mismos sonidos y efluvios de sus propias cacerías; suelta la mente en una carrera lógica y, sin saberlo, se ve a sí mismo con otra escopeta, otro perro y otro campo, y de detrás de él, un niño creciendo y haciéndose cazador, tomado, cuidadosamente, de su cinturón.
CAZA | 10-09-2022 15:00
Relatos a cielo abierto: La mano en el cinturón
El recuerdo de Rodolfo Perri en un texto inolvidable, cariñoso y evocador de un tiempo ido. Delicioso para leer y disfrutar pues refleja la relación padre e hijo y la admiración del segundo por la actividad del primero.
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