Habría que ubicarse en la neblinosa Escocia, conocer así el Castillo de Edimburgo, y entender la aparición de la mejor raza de canes de caza, sus leyendas y su única condición nobiliaria por los altos servicios ofrecidos a los cazadores de todos los tiempos. Entonces comprenderíamos mejor el hecho de ser “Pial de la Federala, el Cuarto Duque”, pero en las llanuras argentinas.
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Pial, un bretón, que es hijo de Tom y nieto de Buck de la Federala, importado de Francia, y responsable de los primeros bretones blancos y negros del país.
La leyenda señala que puede suceder que sea “imposible perdonar esa muestra”, obligación que todo cazador tiene de disparar sobre una marca magistral, sobre perdiz, martineta u otro volátil cinegético. Y eso pasa a menudo con estos perros.
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Pial formó duplas famosas con otros bretones y con “Shabban del Dragón Rojo”, un vizla que terminó sus días en las cuchillas entrerrianas. Es, además, mi perro y mi amigo leal. Hoy tiene once años, y representa más. Me acompaña con la lealtad de los perros viejos, y se aguanta mis achaques septuagenarios. En la marca es una estatua, que a veces tuerce la cabeza para ver cuánta distancia nos separa y qué posibilidades de vuelo prematuro de la presa existen.
Por herencia, es otro de los perros periodistas en nuestro medio. Me ha facilitado batidas memorables, en zonas difíciles y hasta es autor, con quien esto escribe, de una cacería montañesa de la perdiz mejicana, también llamada “perdiz de cola”, o codorniz californiana.
La temporada de este año fue difícil como pocas, con lluvias torrenciales y también “torrenciales” fallas organizativas, que nos procuraron un atraso de al menos un mes en la cacería.
En los campos tradicionales la caza se retiró como consecuencia de las inundaciones. En la zona serrana se han establecido los mejores cotos privados, y por lo tanto, la posibilidades, año tras año, van concentrándose en la caza empresaria, es decir, en la caza paga.
Pero aún quedan algunas amplias zonas tradicionales. A una de ellas, en el Partido de Maipú, nos dirigimos cierto sábado por la mañana. Dispusimos de la tarde y el día siguiente entero, ya que la autopista en que se transformó la ruta 2 hoy nos permite retornar de noche.
Toda la faena fue un deambular por lomas y cañadas muy despobladas, de tal modo que traté de aprovechar al máximo cada muestra de mi perro. El resto fue caminar al sol y al viento, lo cual nunca es negativo. Como dije, las marcas eran muy espaciadas y así logramos un respetable cansancio, y la convicción de que la época de las cogoteras llenas había terminado para siempre. La sorpresa y la base de esta anécdota sobrevinieron al final de la cacería, bien entrada la tarde del domingo.
Por la indicación de “El Hippie” Santilli, el dueño de esa zona próxima a Kakel Huincul, nos internamos por un rastrojo viejo de trigo. Lindas lomas y algunos bajos empastados; fue el único sitio donde se produjeron varias muestras consecutivas. Como fin de fiesta no podía quejarme. Salvo algunos yerros atribuibles solamente a la fatiga acumulada, el resto fue un diálogo por demás repetido y sin embargo siempre nuevo:
“¡Vamos Pial! ¡Ahí está la perdiz! ¡Allí, muy bien!”
Y en esa forma los minutos volaron, y sentí haber llegado en seguida al final del potrero. Un camino, -en realidad una senda bien limpia- y detrás, la mejor definición de maraña o pajonal tupido, de tallos altos, como para superar mi mediana estatura. Una rama junto a otra, haciéndolo prácticamente inextricable…
La marca fue sobre el ave; llegué a adelantarme dos pasos y la perdiz alzó el vuelo transversal, bien encima de ese pajonal casi tenebroso. Allí la alcanzó mi disparo que, también como a propósito, resultó impecable. El ave, paralizada un instante en el aire, cayó en un ligar más espeso aún que el que había visitado segundos antes. Pial es un veterano, que sigue con la vista el vuelo y el resultado de la descarga. Ver caer a la perdiz y lanzarse decidido a la maraña fue todo un mismo acto. Esperé anhelante. Bien adentro se escuchaba el trajinar de mi can que no cejaba en la búsqueda. Yo, por mi parte, había fijado lo mejor posible el lugar de la caída; pero el perro no aparecía…
Permanecí en el mismo sitio mientras lejos comenzaba a moverse la camioneta en la cual mi compañera se acercaba para poner fin a la jornada. Por fin los tallos se movieron junto al camino, y mi perro, cabizbajo, se acercó hasta mí, con aire vencido o culpable.
“Ah, no, viejo Pial; vamos, no me falles; allá está la perdiz”.
Y así fui empujándolo a regresar. Para animarlo me lancé a pecho abierto entre la maciega. Así llegué hasta donde creí haber visto caer al ave, y pensé que todo sería absolutamente en vano.
Por fin, resignado, emprendí el gran esfuerzo del regreso. Llegué al camino, y, ya a distancia del perro, me apoyé en la escopeta, esperando iniciar la maniobra del regreso. Abstraído en eso, casi no advertí el roce en mi pierna del cogote de Pial. Apenas lo miré, y el refregón se repitió. Iba, creo, a regañarlo, cuando incliné la cabeza y me sorprendieron sus ojos azabache, que me miraban brillantes de goce, con la perdiz entera, intacta, entre las fauces.
Y así terminó la gesta, la saga, la gloria; y comenzó la leyenda de mi perro, que tiene en común con todos los demás perros de caza del mundo, el lazo de amor que los une al cazador y que no rompe nunca, porque el paraíso de nosotros tiene sitio reservado para ambos, en la “llanura de la eterna caza”, como decían los sioux, que de ese tema algo sabían.
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