“Es un sortilegio”. Alberto Raffo me entrega la frase, bien definida, desde la carlinga del planeador, en la pista del Club Albatros, en San Andrés de Giles.
Es curioso. De él me separa su condición de bioquímico y su constante contacto con la ciencia médica; y me une la mutua y permanente atracción de los grandes espacios abiertos. Es timonel de un velero y con él realizo incontables búsquedas de nuevos horizontes. Esa dicotomía nos permitió, en todo caso, establecer una amistad cómoda y vital. De nuestras charlas surgió la posibilidad del vuelo, que yo nunca había hecho. Y de allí el bautismo y la frase:
Sortilegio: “Adivinación por medio de suertes supersticiosas” (Sopena 1933).
Superstición: “Creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón”. Valgan las aclaraciones y la antigüedad de la fuente, obligada por el tema.
Cerramos la cabina y, en charla fraternal con el piloto instructor Cuk, a quien bauticé hace tiempo “Capitán de las nubes”, nos dirigimos al club para que Alberto se informara sobre los cursos, el tiempo, todo lo referente a la posibilidad de él solo, volver a la maravilla descubierta.
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La escena sigue por la tarde plácida, con el paso intermitente de las enormes aves de planos extendidos y cuerpo esbelto. Es un día propicio y los planeadores no descansan. Cumplimos con la obtención de datos y el mismo Cuk nos sugiere que recorramos el pueblo.
Superado apenas el mediodía, sentimos la imperiosa necesidad de un buen almuerzo al sol y nos largamos a caminar las calles poco transitadas en el inicio de la siesta. La charla se hace fácil e impersonal. En mi caso puedo escuchar poco, es que me voy internando en un ayer muy lejano, a medida que nuestras evoluciones nos llevan hacia la periferia del pequeño poblado, hacia la zona de las primeras chacras y hasta la vía del viejo ferrocarril de la Compañía General Buenos Aires. Allí mi enajenamiento se hace absoluto. El pasado me invade, perentorio, implacable. Aquí, en estos andenes desmenuzados por la desidia, en estos rieles oxidados, frente a una torre de señales que apenas se sostiene, llena de nidos abandonados a su vez, aquí paraban los trenes. Mixtos, de carga y pasajeros, retazos de un plan de transporte que, en mis primeros diez años, cumplía su cometido con la mayor eficacia posible.
De pronto nos encontramos frente a una pared descascarada, con revoque mísero y ventanas largas. En plena esquina, la puerta desdibujada remata en un cartel que dice “El Viejo”. Nada más. Adentro se vislumbraba una penumbra de trucos y vasos de caña, sobremesas de madera lisa y gastada, pero limpia.
-A ver… Dejame ver esto -le dije a Alberto, en un impulso. Y así lo hice, sin pensarlo, empujado por un montón de recuerdos que llegaban de golpe.
-Buenas, ¿qué se le ofrece?, -me sacudió la voz del evidente patrón.
Enseguida mi explicación, un tanto confusa, y la intención de almorzar algo. Allí le traspasé la confusión. El hombre no sabía cómo explicar que en el boliche no quedaba prácticamente nada para comer.
-La fiesta fue ayer, ¿sabe? Hubo empanadas. En fin, hubiera sido lindo, pero ahora solo estoy esperando que estos (y señaló la mesa de truco) se vayan, para cerrar.
Yo, sin saberlo, estaba entrando en lo más intrincado de mi aventura mental. Balbuceé alguna excusa y, por fin, me brotó la frase mágica:
-Es que… ¿sabe?, yo pasé por aquí hace 70 años; me traía mi padre, que venía en tren desde Chacarita a cazar por estos pagos, con su perro Tell y su escopeta.
-¿Usted dijo 70 años? Pero entonces, el que lo atendió era mi padre, que en esa época hacía brillar este almacén. Aquí paraban los carros con la leche de los tambos, que era cargada en tambores grandes y llegaba fresca a la capital, y entonces…
Y la charla se convirtió en imágenes.
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Aquí el audio completo de este relato, en Radio Perfil
A esa altura, el anfitrión me había hecho pasar, junto a mis acompañantes. A mí me llevo hasta la vieja cocina. Lo ayudé, nos ayudamos. Fuimos rescatando algunas hogazas, trozos de salame, una milagrosa bandeja de empanadas, y dos botellas de vino. No sé de dónde surgieron las vituallas y un remedo de cubiertos. El resto se transformó en una alegría contagiosa. El hombre se brindaba entero. Nos mostró la galería de trebejos gauchos, que se ofrecía desde las paredes que no ocultaban las telarañas. Fueron apareciendo las anécdotas de cuando el arroyo Giles, ahí nomás, se poblaba de gordos patos barcinos, que venían “para la junta del maíz”
A todo esto, el grupo, inexplicablemente, se había incorporado con toda naturalidad al coloquio, un tanto extemporáneo y ajeno, en forma tal que el conjunto se transformó en una grata excursión retrospectiva. Hasta que alguien se refirió a la hora y nos despedimos.
Ya en la ruta, de retorno al vértigo, el tiempo medido por minutos, recordé el rostro de Alberto en su nave y todo su deslumbramiento. Su vuelo había sido una visita a lo imperecedero, a ese asomo de infinito que lleva el deslizarse, por entre las nubes, en silencio. Sentí que algo de eso había experimentado yo junto al veterano almacenero, allá en el establecimiento “El Viejo”, frente a la estación.
-“Es un sortilegio”, -se me ocurrió repetirle a mi amigo. Y nos intercambiamos una sonrisa cómplice.
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