Suceden eventos únicos en la vida de un hombre que, por tal condición, se recuerdan para siempre. El nacimiento de un hijo es uno de ellos, y también, las condiciones particulares en que el hecho transcurrió. Si fue en campo y no en la ciudad, pudo tener detalles muy particulares. Rodolfo Perri lo cuenta titulado: El día que llegó Juan, y dice así:
Relatos a cielo abierto: Yegua zaina
Más allá de Videla Dorna, el camino se hace salvaje. Es, seguramente, la presencia de ese misterio de siempre, el Salado, un río que se disfraza de arroyo o se desparrama por los campos hasta transformarse en un engendro de olas encrespadas. Son los pagos que mejor conoce mi amigo Rivas. Junto a ese río nació, “hace unas cuantas sotas”, suele decir. Casi al mismo tiempo aprendió a cabalgar y a cruzarlo, ya en lomo de pingo, va agarrado a las crines o, simplemente, a las cerdas de la cola. Travesuras que a cualquiera de la ciudad pueden parecerle homéricas y que, en cierto modo, lo son.
En el patiecito de adobe y tierra apisonada hay bancos alineados junto a la pared, desigual y encalada. En verano uno apoya la espalda y siente las rugosidades de la paja puna que se usó para armar los chorizos. Don Miguel, siempre atento, nos alcanza la cerveza fría o el amargo caliente. Sabe que me gusta quedarme allí, junto a sus silencios largos y a sus relatos breves pero tan coloridos por la certidumbre, que podrían juntos integrar un tratado de filosofía campera.
A veces pienso si no estará ofreciéndonos por entrega una enorme broma, una colosal cachada a toda nuestra ignorancia de puebleros “olvidados de las caronas”. Otras, se me ocurre una lección más de la llanura, que rescata tipos así, prototipos como para recordarnos que “¿a qué tanto apuro, tantos kilómetros por hora?”, para después dejar que se desgrane el tiempo mientras él va alentando las brasas de ñandubay y de quebracho, que, con toda paciencia, acumula en uno de los cobertizos de caña y chapa vieja detrás del rancho.
Relatos a cielo abierto: Navegación temeraria
Los domingos pasamos apurados. Es cuando le llegan sus visitas, hijos, nietos y el trajinar se endurece en la cocina petisa y él acomodando la longitud del asador al número de los que van llegando. En ese momento más vale el saludo con la mano y la promesa de volver a tomar unos mates.
Esa vuelta es para el domingo bien tarde; porque tenemos el privilegio de regresar los lunes y aprovechamos la soledad de esos crepúsculos. Entonces es cuando don Miguel se echa atrás el sombrero y va sacando hechos y noticias viejas de su memoria.
Hablábamos de Juan, su hijo, y hablábamos bien, esa forma tan certera de halagar a un hombre.
—Todo lo hace con voluntad, con buena voluntad. Es como si estuviera siempre agradecido, afirmé.
Don Miguel tendió su mirada inquieta por encima de los cardos del potrero vecino.
Relatos a cielo abierto: Adiós, Buc
Relatos a cielo abierto: La canoa de Giro-Batol
—Sí -me dijo-, eso lo sé yo. Y si agradece algo, acierta. Cuando llegó al mundo, la cosa no podía ser más fiera. Después de una semana de lluvia, el río salió de madre y empezó a buscarse camino por entre las estancias. Vivíamos más para el lado de Gorche, a casi una legua del pueblito, y María ya estaba muy avanzada. “Con tal que no quiera llegar ahora…”, pensaba solo en la cocina, mientras veía correr el agua por entre los canteros del jardincito. Y justo esa noche empezaron los dolores…
Carraspeó, me alcanzó un mate y continuó:
—Enseguida até el breque que usaba para llevar los tarros de leche cuando se me dio por hacer tambo. Le puse unos manteles de hule y nos largamos. Del camino, ni rastros. A la zaina que tenía de nochera, petisona pero guapa, la acollaré a las varas y salimos. Casi todos los alambrados estaban bajo el agua; ni qué hablar pal’ lao del puente Romero. Era como un mar… ¿Qué viaje! Me guiaba por las puntas de los cardos del borde del camino, pa’ no errar y lanzarme en una alcantarilla. A ratos, la zaina simplemente nadaba, y el único apoyo era el tordillo en las varas y el peso mismo del carro. A la partera la desperté a golpes de talero en la puertita de la casa, chiquita, pero limpita por demás. Pareció como que hubiera adivinao que veníamos de apuro. Y Juan también, no se anduvo con vueltas. Ni había acabao el segundo cigarrillo en la cocina, cuando escuché el primer lloriqueo. “¡Varón!”, me anunció doña Ulogia, y ¡qué varón! Y ahí me quedé mirando el cielo, que por primera vez en una semana amanecía claro. Arreglé las pilchas y acomodé a la María y al chico. Pasaron dos días en la casa. Yo no esperé. No me animé a dejar el rancho solo. Pero Juan había traído su propia suerte: ya las aguas se iban retirando y cuando volvimos los tres, fue cantar al tranquito; solo quedaban algunos cortes del camino y el agua se escurría que daba gusto. En la baranda de la cuna puse el clavel más federal que encontré, salvado de la inundación. De toda esa aventura le quedó al Juan un desapego por el agua. No le gusta nada, ni pa’ paliar la sed.
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