Sandokán perdió una de sus innumerables batallas contra los cruceros ingleses que vigilaban el normal desenvolvimiento de la piratería de guante blanco en los archipiélagos malayos, a cubierto de la piratería de guante negro, de los pequeños principados de esos mismos archipiélagos.
Por suerte, Salgari pasó por allí y rescató a Sandokán, por el único método posible: el de inmortalizarlo. Podrá perder batallas infinitamente contra la razón, el buen sentido, la lógica, los intereses comunes, hasta contra el buen gusto; pero estará en la columna de caballeros de la sinrazón que comanda, a través del sueño de los siglos, Don Alonso Quijano, Caballero de La Mancha, y que componen tantos capitanes como ilusiones de amor y de gloria pueda tener la mente de un solo hombre, que ya es mucho decir.
Sandokán perdió allí sus tres paraos malayos. Tres veleritos de papel que llevaban los clásicos balancines para no volcar y un solo cañón, mínimo, en la proa, desaparecieron entre el humo y la metralla del crucero inglés de vapor.
Nuestro héroe quedó así flotando en el mar, frente a Labuán, la isla donde moraba su íntegra Mariana. Ya estaba por juntar las piernas e irse al fondo sin más, cuando apareció junto a él una embarcación pequeña y, en la espadilla del timón, Giro-Batol, un dayako de aquella feroz tribu de Polinesia. Era el único sobreviviente de la derrota, e izó a su capitán que solo alcanzó a balbucir:
-Gracias, mi valiente dayako, y cayó desmayado.
Ninguno de los dos piratas siguió una senda normal. Sandokán se batió miles de veces más contra la rubia Albión; perdió casi siempre, pero sigue en pie, como su oponente. Giro-Batol saltó en el aire en un de las tantas batallas, alcanzado bestialmente por un obús.
¿Y qué sucedió con el bote?
La canoa de Giro-Batol murió también heroicamente… en la desembocadura del Río Luján.
Antes de referirnos al final de esta epopeya, digamos que, vaya uno a saber por qué capricho del destino, estuvo asimilada a la cubierta de un buque tramp, esos de bandera siamesa. Ese barco acumuló deudas y siniestros por encima de toda cobertura, y fue desguazado en un astillero también “siniestro”, en la margen izquierda del Luján. El bote quedó sin buque madre y hubiera seguido su destino de despojo si Ángel, un ex pescador de Castro Urdiales, en el Cantábrico, no lo hubiera rescatado. Nunca fue calafateado eficientemente pero, como hacía agua con alguna lentitud, alcanzaba para cruzar el río y dejarnos en la rivera del astillero, todos los sábados, en busca de la parrillada secular.
Relatos a cielo abierto: Perdidos en Montiel
Lo cierto es que aquel asado fue muy concurrido, y también épico; y una odisea el trajinar de la canoa del ex pirata. Tantas veces cruzó que, al final, enseres y avíos flotaban dentro de ella. Llegado un momento, el bote no dio más y se hundió sin remedio. Pero el esquife milagrero no podía errar su destino. Al hundirse tropezó con una viga del muelle y allí quedó encastrado, de modo que nos dio tiempo suficiente para salvarlos a todos. Pero ya no tuvo arreglo.
En la feroz chalupa salvavidas de acero naval que reemplazó a la canoa, un día de bajante fuerte nos embarcamos y llegamos con el despojo a remolque hasta Punta Chica. El río bajaba como un caño de desagüe, impetuoso y sin pausa. Más tarde, alguien le descargó cuatro hachazos y el bote legendario terminó de partirse. Un desecho ya, emprendió su última singladura.
Hay quienes afirman que vieron pasar por el Cabo de Hornos los restos de una barca vetusta, solo las cuadernas y alguna tabla. Se reunirá, seguramente, al Pequod, al Gran Lanzarrayos, al Buque Fantasma en el Muelle de los Barcos sin Olvido, y sí que lo tiene bien ganado.
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