El viejo Vega, Pacho y yo habíamos salido muy temprano esa mañana con la misión de recorrer Vega Norte y ver en qué estado se encontraba la tropilla de redomones de San Sebastián que habíamos comenzado a amansar la temporada anterior. Transitábamos un sendero de herradura entre el monte y, al salir de él, centenares de patos, becacinas y chorlos nos recibieron con el nutrido aplauso de su sonoro aleteo.
La Vega se encontraba, como siempre, muy pringosa y aún bastante blanda por efecto del deshielo. Por fin, al fondo, en la parte más alta y seca, oímos el cencerro de la madrina y detrás de un montecito bajo, hallamos a los animales.
Aunque se mantenían bien y algunos habían empezado a tirar el pelo del invierno, decidimos dejarlos unos 20 días más para luego llevarlos al destacamento y empezar a ensillarlos nuevamente. Por sugerencia de Pacho, para no volver a hacer el recorrido a la inversa por la Vega, decidimos cortar derecho hacia los faldeos del cerro Miche. Se iba aproximando el mediodía, y como solo habíamos salido con el mate amargo, nos iba ganando fuerte el apetito. Pacho ya hablaba de unos churrascos vuelta y vuelta; y el viejo dijo que, si yo ponía el vino, él haría una cazuela a la chilena para el fin de semana.
La parte turbosa de la Vega no aguantaba el peso de un jinete, así que tuvimos que desmontar y seguir a pie, con los caballos a tiro. Por fin, casi a las dos de la tarde, pisamos los primeros tramos del faldeo y nos metimos en el bosque.
Entonces fue que la vimos…
En un pequeño bañadito muy fangoso, había una gran yegua zaina que nos estaba observando. Quedamos maravillados. Por su porte, se trataba de un animal grande, de ocho a diez años tal vez; y les aseguro que no alcanzaban las palabras para describirla. Su belleza era tal, que parecía salida de una estampa de exposición rural. La cabeza era pequeña, con las fosas nasales palpitantes y nerviosas; sus ojos, de mirada casi humana; de pelaje impecable, con largas crines flotando al viento; todo aquello y su cola algo elevada, nos hacían suponer un remoto linaje árabe.
Giró para enfrentarnos y dejó ver su gran alzada y sus cuatro remos inquietos y perfectos. No parecía temernos. Se la veía intrigada y tratando de adivinar nuestras intenciones.
Una mirada con mis pares nos bastó para entendernos. Con Pacho nos acercamos en forma oblicua a fin de distraerla, mientras el viejo Vega iniciaba un rodeo, con el lazo listo para tratar de llegarle utilizando el viento, pero no ser oído ni olfateado por la yegua. Nosotros continuamos avanzando sin movimientos bruscos y dándole tiempo de llegar a Vega. Teníamos mucha fe en su conocimiento de los equinos y en su destreza con el lazo.
El animal continuaba en guardia, con la cabeza bien alta y sacudiendo la cola. De pronto, se estremeció; dio un salto a un lado y trató de salir a la carrera; pero no pudo hacerlo: el lazo del baquiano ya estaba firmemente sujetando su cuello.
La yegua trató de liberarse con todas sus fuerzas, y cuando vio que esto le era imposible, se volvió sobre sus patas y atacó a manotazos a Vega que, sin perder dominio, se defendió con su poncho.
Pacho se adelantó en ese momento y su cuerda también se cerró en el cuello de la yegua. Así, teniéndola asida entre dos lazos, iniciamos trabajosamente la marcha hacia el destacamento.
El lugar tenía un corral circular, de palo a pique, especial para baguales, de más de dos metros de alto y con una tranquera de diez varas que hacían fácilmente un metro ochenta de altura o un poco más. Era ya muy avanzada la tarde cuando conseguimos entrarla, quitarle las ligaduras y dejarla suelta. La puerta que quedó cerrada con las diez varas y un poncho encima eran toda una garantía de seguridad.
Los otros agentes del destacamento vinieron corriendo a verla. Estaba parada entre esos palos y si en el monte nos había resultado tan hermosa, ahora lo era aún más, erguida y observando, como no comprendiendo del todo lo que sucedía.
El animal temblaba y resoplaba. Después se puso en movimiento, se acercó hasta los postes, los olfateó e inició un trote en todas direcciones; se aproximó a la puerta, pareció advertir el poncho y comenzó a trotar nuevamente, pero esta vez en círculos junto al borde del recinto.
De golpe aumentó la carrera y, ya a toda velocidad, cruzó el corral en dirección a la salida. Pensé que iba a estrellarse contra los palos, pero unos pocos metros antes, alzó la cabeza y saltó la tranquera.
Fue el salto más limpio e impetuoso que vi en mi vida; pasó a unos centímetros sobre el poncho y cayó afuera, alejándose con trote ágil y armonioso en dirección al monte.
Ninguno de los presentes hizo un gesto ni intentó perseguirla. Cuando se internó en el verdor de los renovales, con un agudo relincho pareció agradecernos que ya no la hostigáramos.
Y no la vimos más.
NATURALEZA | 30-07-2022 19:00
Relatos a cielo abierto: Yegua zaina
Un texto de Héctor Allen evoca una experiencia vivida en tiempos y lugares en los que había poca presencia humana y sí muchos caballos salvajes.
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