Friday 26 de April de 2024
#WEEKEND | 06-04-2018 12:27

La Misión Race 2018: exigente al máximo

En primera persona te contamos cómo fue el recorrido en San Martín de los Andes de una de las pruebas más duras y demandantes del calendario mundial de trekking.
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“Por estos lugares inhóspitos, y a la vez increíblemente bellos, vamos a pasar en la carrera”, fue lo primero que pensé al ver las imágenes de lo que vendría. Es que, a medida que se acerca la fecha de semejante desafío, la ansiedad empieza a jugar en la mente de los participantes.

Pero, antes de arrancar con el relato de lo que dejó esta increíble experiencia, es bueno conocer de qué se trata la competencia: La Misión es mucho más que una carrera, se asemeja más a un peregrinaje donde las personas completan un recorrido a elección de 110, 160 o 200 kilómetros, en forma autosuficiente, en pleno contacto con la naturaleza, con un entorno montañoso, enfrentando los caprichos del clima y superando los obstáculos que la madre naturaleza ponga en su camino.

Interminables senderos que atraviesan bosques milenarios, cruces de ríos y arroyos, cumbres de 2.000 msnm y un sinfín de obstáculos naturales son el común denominador con el que nos encontramos durante La Misión.

Un largo viaje

A las 4 am del lunes 19 de febrero, partimos junto a mi amigo y también corredor Favio Landriscina hacia la localidad de San Martín de los Andes. Un periplo que nos llevó 16 horas pero que, entre mate y mate, y muchas anécdotas de ediciones anteriores, se hizo muy ameno. Llegamos durante la noche, buscamos la cabaña, cenamos y a descansar.

Los dos días siguientes eran necesarios para preparar el equipo, revisar que no faltara nada, armar la mochila, ultimar detalles y terminar los trámites de registración y revisión del equipamiento obligatorio exigido por la organización, que realizó un estricto control. Cumplidos todos los requisitos, sólo faltaba esperar que llegara el día D, la largada.

Cuenta regresiva

Era el jueves 22 y todo estaba listo. Me encontraba en la línea de largada junto a a dos grandes amigos y tenaces corredores, Favio, con quien había viajado, y Guillermo Melano. Nos invadía una mezcla de sensaciones: alegría y ansiedad sobre todo. Siendo las 10 AM puntual, el Gurí Aznarez –organizador del evento– comenzó a contar de 10 a 1 y dio comienzo a esta la gran aventura.

Los más de 350 corredores, entre las tres distancias, largamos juntos y comenzamos a dirimir la primera parte del recorrido que, tras unas trepadas tranquilas y senderos, nos llevarían hasta la laguna Rosales.

Dos grandes obstáculos

Una vez que cruzamos la laguna, comenzamos un lento pero constante ascenso a lo que sería la primera cumbre de la carrera, el cerro Colorado (1.800 msnm). Como su nombre lo indica, luce una coloración rojiza y, tras varias subidas y bajadas en diferentes tipos de terreno, incluyendo un bosque con grandes árboles e innumerables flores amarillas, se llega a su cima cubierta de piedras y rocas de perfil irregular.

“Primer objetivo alcanzado”, le dije a Guillermo, mi compañero de carrera hasta ese momento. Ahora comenzaba un descenso hasta la costa del lago Lolog. Ni bien empezamos a bajar se largó la lluvia, ténue al principio y muy copiosa después. Esto cambió nuestro plan de carrera y el de varios participantes más, quienes encontraron en la lluvia constante una dificultad extra al ya difícil y hostil terreno.

Es que, a medida que avanzábamos, nos íbamos mojando más y más, y la misma suerte corría el resto de nuestro equipo que se encontraba adentro de la mochila. Aclaro que la mayoría de las mochilas son impermeables y la indumentaria muy técnica, con Gore-Tex incluido pero, ante tanta agua caída, el terreno se volvía muy complicado y peor al convivir con todo, pero todo, mojado.

Llegamos, comimos como pudimos resguardados bajo un ocasional techo y comenzamos a subir hacia el cerro Rocoso (1.900 msnm). Esto resultó extremadamente largo y tedioso. La lluvia continuaba y, a medida que subíamos, el viento se hacía sentir con fuerza, por lo que tuvimos que parar a abrigarnos. Durante este trayecto y debido a la poca visibilidad que había por la niebla, la lluvia y el atardecer, perdí de vista a Guillermo, de quien no volvería a tener noticias hasta el final de la carrera, y me topé de casualidad con Jorge Duffau, con quien marchamos juntos hacia el Rocoso.

Noche lluviosa y gélida

Antes de llegar al punto más alto nos agarró una noche cerrada; no se podía ver más allá de algunos metros y el frío pegaba fuerte. Tras alcanzar la cima y caminar por los filos del Rocoso, debíamos encontrar la bajada pero decidimos parar porque ambos tiritábamos del frío y estábamos muy mojados.

Encontramos un claro rodeado de árboles y piedras, y nos metimos en nuestras bolsas de dormir, luego en el saco vivac y, además, usamos las mantas de supervivencia. Estábamos cubiertos del viento pero la lluvia seguía castigándonos y el frío no paraba. Tratamos de descansar unas horas, y alrededor de las 5 de la madrugada continuamos la marcha.

A pocos más de 200 metros encontramos la senda para bajar. Comenzamos un descenso muy empinado y trabajoso, ya que todo era barro y agua. Y la senda estaba cubierta de ramas caídas y raíces. Con mucho esfuerzo llegamos a Bahía Melón y de ahí a Boquete, el primer puesto donde pudimos comer algo caliente y sentarnos al lado de un fuego. Tras un breve descanso, continuamos un camino sinuoso con subidas y bajadas, de 15 km, hasta el refugio Aunquinco. Aquí nos informaron que, por cuestiones climáticas, la subida al cerro Aseret (2.000 msnm) estaba neutralizada y la organización estudiaba recorridos alternativos.

Decidimos parar, comer bien, hidratarnos y dormir reparados bajos unos árboles. Era noche cerrada otra vez y la lluvia continuaba pero, al menos, el frío nos daba un respiro. Tras tres horas de sueño decidimos tomar rumbo hacia Puerto Arturo, en lo que suponíamos sería la parte fácil de la carrera, pero claro, estábamos equivocados.

Un sendero bien marcado pero con interminables subidas y bajadas nos depositó en Arturo luego de seis horas de lenta caminata. Quedaban los últimos 25 km, que serían mayormente por caminos de ripio y rurales, hasta encontrar una persona de la organización que nos desvió para subir a la última montaña, llamada Loma Redonda. En su cumbre, el patrullero indicaba que faltaban tres kilómetros hasta la llegada. Éxtasis total.

Un esfuerzo tremendo que se coronó con una medalla que guardaré por siempre. Una amistad, Jorge, que nació para continuar por muchos kilómetros más. Pero, sobre todo, una experiencia hermosa, difícil y que reconforta el alma. Una auténtica aventura, donde ni más ni menos, llegar es ganar.

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Germán Avalos Bilinghurst

Germán Avalos Bilinghurst

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