Monday 9 de December de 2024
TURISMO | 06-03-2020 16:13

El resort más nuevo de Dominicana es all inclusive

Días de ocio lúdico frente a la kilométrica y casi virgen playa Esmeralda en un ambiente de lujo con delicias culinarias y muchas actividades para descubrir.
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La playa Esmeralda en Miches estuvo siempre: pero no iba mucha gente. Queda a 75 minutos del aeropuerto de Punta Cana (República Dominicana), esa saliente con complejos turísticos uno junto al otro. Como en Miches no había hoteles, era una playa casi perdida, un paraíso sin Eva ni Adán. Pero a fines de 2019 apareció un resort –uno y solo uno– y comenzaron a llegar viajeros. El dato es clave: al mirar el mapa de Punta Cana con sus 23 puntos rojos señalando resorts, se deduce que no queda allí mucha playa virgen. En cambio, en Miches hay uno solo: es el nuevo Club Med que se la jugó desembarcando allí donde nadie lo hizo antes. El resultado: seis kilómetros de playa desierta donde una caminata de 15 minutos nos arroja a un paraíso propio, sin nadie a la vista. En unos años esta podría ser la nueva Punta Cana. Pero de momento, es uno de los últimos rincones de Centroamérica donde cumplir el sueño bíblico de un Jardín del Edén solo para dos en un mar azulísimo con un millar de palmeras. 
La multinacional de origen francés creadora del concepto all inclusive –hoy en cinco continentes– construyó este complejo a su manera: a lo grande y a todo lujo –bajo su línea Exclusive Collection– con 335 habitaciones en 40 hectáreas camufladas en un palmeral. Lo recorro completo a lo largo de una tarde y le pregunto a un empleado por qué está semi-vacío si estamos en temporada alta. Error: está casi lleno. Al ser tan vasto, lo que sobra es espacio y tranquilidad.

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Solaz y serenidad

He venido a Miches en plan de paz: relax al sol, algo de deporte light y lectura. Un dato me hacía dudar: el perfil familiar del resort con 25 tipos de entretenimiento para niños y adultos: clases de circo, arquería, tenis, básquet, gimnasia y baile caribeño. Pero, por un lado he comprobado que las personas –infantes incluidos– están muy desperdigadas aquí y allá. Y por si fuera poco, me alojé en el sector donde las habitaciones, la piscina, el spa y hasta la playa son solo para adultos, bajo el concepto Oasis-Zen que genera un extraño nirvana caribeño, invadiéndonos –por ejemplo– al saborear un daiquiri de maracuyá en el bar acuático con el agua a la cintura o al ir a una estructura de madera entre las palmeras a practicar tree top yoga. 
El resort funciona a la manera all inclusive e impacta la calidad y variedad de comidas a toda hora y lugar, bajo la supervisión del chef ejecutivo Thierry Van Rillar. El buffet principal es un gran banquete –un jardín de las delicias hecho realidad en clave gourmet– donde uno puede almorzar y cenar 200 variedades de platos y platillos con una sola cosa en común: la sofisticación culinaria de una docena de cocineros trabajando in situ. Hay toda clase de manjares de mar –crudos y cocidos–, platos con pollo, cerdo y res, ensaladas con los ingredientes más finos y decenas de salsas; infinidad de quesos europeos; sectores asiáticos, franceses, dominicanos e italianos; una variada parrilla y postres tropicales que serían la perdición de un glotón. Siempre hay vino francés y, desde las 18, champagne libre. Una forma más autorregulada de comer es en alguno de los tres restaurantes à la carte –incluidos en la tarifa– donde al menos es otro quien decide el tamaño de nuestra porción: hay uno frente al mar especializado en mariscos, otro más refinado con bodega de cristal y violinista en vivo donde comer langosta asada y una parrilla gourmet. 

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A la acción 

El único rasgo en común entre los viajeros de todo el mundo que me cruzo aquí es una pulserita de la felicidad que abre la puerta de la habitación y prende el aire acondicionado automáticamente, cierra la caja fuerte y –por sobre todo– da acceso libre a comer y beber lo que uno quiera a toda hora. Y también abre las puertas para ir a jugar. Club Med no solo de autodefine como un resort familiar: su perfil se completa con el concepto de viajero denominado “parejas y amigos activos”: aquí se viene a comer, descansar, quemar parte de esas calorías y, en gran medida, a jugar. 
El deporte se encara con un sentido lúdico: salidas en tabla stand-up, kayak o velero conducido por uno mismo, snorkelling, escalada y cabalgatas en la arena. Pero la gran novedad en Miches –futura moda– es el jet-surf o surf a motor eléctrico, una invención del sueco Alexander Lind, quien dirige en persona las operaciones de este servicio en Club Med, incluido en las diversiones sin pago extra: uno puede surfear todos los días en esta bahía sin olas. La clase dura cinco minutos por reloj y no hace falta más: nos colocan casco y chaleco, probamos el control remoto del acelerador de mano inalámbrico y ¡al agua! Intento dos veces y caigo torpemente como ballena. Pero a la tercera arranco y no me para nadie: me voy lejos, a lo hondo, a toda velocidad. La sensación es la de un niño que ha logrado caminar a paso firme por primera vez: no hay esfuerzo, casi ni siquiera equilibrio. Y voy hacia donde guste doblando con la mera inclinación del cuerpo como en el skate. La definición más exacta sería –antes que surf– una suerte de skate sin ruedas sobre las aguas. Al agarrarle la mano, uno ya no quiere parar. Alexander me cuenta que ayer estuvo haciendo esto mismo una francesa de 85 años. Le gustó tanto que se gastó los 8.000 dólares que cuesta una tabla y se la llevó en el avión. 

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En general uno no sale del all-inclusive: todo está pensado para tentarnos de la mañana a la noche –cuando hay conciertos y shows de circo– pero hay una excursión afuera de esta burbuja perfecta que justifica renunciar un rato a los placeres sin fin, ya que ofrece uno mayor: tocar el cielo en una hamaca. Un camión techado 4x4 nos lleva hacia lo alto de la montaña Redonda, cubierta de selva casi hasta la cima. Allí hay cinco grandes hamacas colgando bajo tres troncos enclavados. No son cualquier hamaca sino de tipo panorámicas, ofreciendo vistas amplísimas con el Caribe al frente y las verdes montañas atrás. Aquí volamos hacia adelante y atrás, conectando directo con nuestra niñez: vinimos a seguir jugando. 

Ultimos caprichos

 En mi último día de resort se me antoja un capricho de tarde: helado de yogurt con un muffin de chocolate. Para ello debo ir a un barcito siempre abierto donde me sirvo el helado accionando una palanca todas las veces que quiera (este es otro pequeño paraíso infantil: helados sin fin). Salgo de la habitación a complacer ese gusto –un carrito eléctrico me lleva y así evito el sol– y en el lobby veo movimientos raros: hombres de traje y lentes oscuros. Y casi como si fuese uno más, me cruzo cara a cara con Danilo Medina –Presidente de la Nación–, quien ha venido también a conocer la gran novedad de una industria nacional que atrae siete millones de turistas extranjeros al año: nos saludamos de lejos.
Asistir a la génesis de una playa tiene algo de balada mística y momento primigenio de creación. Y la playa Esmeralda hoy está nuevita con su resort a estrenar y la mesa abarrotada de manjares cual bacanal romano, convirtiendo a este rincón geográfico en un Jardín del Edén caribeño, con árboles cargados de tentadoras manzanas gourmet invitando a morder. Pero sepa el lector sibarita que aquí no rige prohibición bíblica alguna: uno porta en la muñeca el salvoconducto mágico, la garantía absoluta de que nadie nos va a expulsar del paraíso que hemos comprado (mientras dure el encantamiento prefijado).

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Julián Varsavsky

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