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ARMAS | 11-12-2020 16:27

Quién fue la montonera gaucha Martina Chapanay, vengadora del "Chacho" Peñaloza

La fascinante historia de una mujer que fue chasqui del Ejército de los Andes, bandolera, integrante de las montoneras gauchas y sargento de la policía de San Juan.

“Fue Martina Chapanay la nobleza del lugar.
Cuyanita buena de cara morena,
valiente y serena no te han de olvidar”.

 La Martina Chapanay – Cueca de Hilario Cuadros

La fecha de su nacimiento es incierta, se dice que el mismo ocurrió alrededor del 1800 en una zona llamada Laguna de Guanacache, en la provincia de Mendoza. Era hija de un cacique Huarpe de nombre Ambrosio Chapanay y de una mujer blanca llamada Teodora, oriunda de San Juan. Su madre era una mujer de gran bondad y devota cristiana, que convirtió su casa en una escuela para los niños del lugar. 

Los Huarpes habitaban lo que hoy se denomina región de Cuyo (San Juan, Mendoza y San Luis), enmarcados en un paisaje distinto al que hoy predomina en la zona, ya que en ese entonces abundaban los bosques de algarrobo y había lagunas. Eran trabajadores y sedentarios, que vivían de la pesca, la agricultura y la caza.

En ese entorno, una adolescente Martina se convirtió en hábil jinete y excelente nadadora, además de manejar con gran destreza el lazo y el cuchillo. Cuando fallece su madre, Ambrosio la envía a San Juan –a lo de una mujer llamada Clara Sánchez– para que continúe con su educación. El trato y el rigor impuesto en su nuevo hogar desagrada a la pequeña rebelde, por lo que una noche –previo encerrar a toda la familia en la casa trabando puertas y ventanas–,  escapa.

Se refugia entre indígenas huarpes, y al carecer de un medio de sustento se transforma en asaltante de caminos, haciendo sus víctimas a desprevenidos viajeros. Lo obtenido de sus robos lo repartía entre los miembros pobres de la comunidad donde habitaba, luego de apartar lo necesario para su subsistencia.

Estando el ejército de San Martín en Mendoza preparando el cruce de la Cordillera, marcha junto a Facundo Quiroga y sus hombres, para ofrecer sus servicios y es nombrada chasqui. Día y noche galopa sin descanso llevando los partes para el General, luciendo con orgullo la chaquetilla de oficial que éste le había regalado. Que una casi niña realice con tanta dedicación la misión encomendada, le granjeó la admiración de la tropa.

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Ya con el cruce de los Andes realizado, su misión de chasqui termina. No se conoce a ciencia cierta, en que oportunidad su camino se cruza con el de un tal Cruz Cuero –mestizo como ella– y jefe de una temible banda que asolaba la región, la que llegó a asaltar a la Iglesia de Loreto en Santiago del Estero. La atracción entre ambos es mutua, e inicia al poco tiempo un romance con él. 

Su fuerte y aguerrido temperamento hace que no se conforme con ser la mujer de líder de la gavilla, por lo que se transforma en un miembro más, participando de saqueos y asaltos. 

Menuda, de tez morena, vestida siempre con atuendo de hombre – chiripá y botas de potro–, se la solía ver portando un intimidante armamento. Gracias a la práctica constante –la que realizaba casi como una obsesión–, logra adquirir un manejo del facón que la convierte en una eximia y temible “esgrimista” de esa daga criolla.

Para ese entonces Cruz Cuero establece su cuartel de operaciones en Papagayos, al pie de las Sierras de Comenchingones y alejado de las ciudades, lo que le permitía moverse con cierta libertad. La actividad de sus salteadores continuaba, atacando caminantes y desvalijando arrieros, gracias a los avisos que oportunamente recibían de algunos espías que estratégicamente tenían destacados en distintos parajes.

Fue uno de ellos el que les lleva el dato de una carga de importancia que se avecinaba. Unas carretas conducidas por un joven “gringo” y dos peones llevaban valiosos elementos y enseres, incluyendo algunas joyas. Hacen un rápido cálculo y llegan a la conclusión que pueden cruzarlos antes que arriben a alguna ciudad, por lo que parten a todo galope.

Dos días después los bandoleros regresan a su guarida con la carga y el  “gringo” prisionero, ya que los peones al verse rodeado por forajidos armados huyeron dejando a su patrón a merced de los delincuentes. El joven hombre, que estaba atado y golpeado, rogaba continuamente pidiendo por su vida y diciendo que tenía familia e hijos chicos.

Entre los festejos por el éxito obtenido –en los que abundó el alcohol– Martina le pide a Cruz Cuero que le perdone la vida al prisionero, conocedora de su crueldad. Crueldad que –por otra parte– hacía que ella tuviese cierta fascinación por su hombre, si bien muchas veces no aprobaba la violencia de que hacía gala.

Enardecido por el pedido de su mujer y bajo los efectos de la bebida, pone un arma en las manos de Martina, ordenándole disparar al prisionero. Ella queda inmóvil unos instantes y dispara al aire. Ante esa actitud, Cruz toma un talero y la emprende a lonjazos con su mujer hasta dejarla tirada en el suelo, para luego empuñar un arma y matar al joven de un disparo en la cabeza.

Seguramente la sangre de sus ancestros huarpes hirvió en el interior de Martina Chapanay, ya que levantándose con celeridad tomó una lanza y atraviesa con ella al bandido, dándole muerte ante la mirada impávida de sus hombres. A partir de esa noche, se adueñó de la gavilla, pasando a ser su jefa sin que nadie se atreviera a disputarle esa posición.

Corrían épocas convulsionadas en nuestro territorio. Los caudillos provinciales luchaban contra una creciente corriente unitaria, y la mítica figura de Facundo Quiroga – el “Tigre de los Llanos”- cobra una gran importancia en esa contienda. Martina, que había conocido a Quiroga durante la gesta sanmartiniana, al frente de su banda se une al caudillo riojano para combatir junto a él.

El posterior asesinato de Quiroga en 1835 lleva a uno de sus más conspicuos lugartenientes –un joven Angel Vicente Peñaloza “El Chacho”– a continuar al frente de la lucha de su fallecido jefe, siempre con Martina formando parte de la montonera gaucha.

Años después –en 1861–, el triunfo del ejército mitrista en Pavón, pone fin a la Confederación Argentina y afianza el centralismo porteño. El levantamiento de Peñaloza contra ese unitarismo no se hace esperar, y en 1862 inicia una encarnizada resistencia al frente de sus hombres.

Al quitarle el apoyo a Urquiza, el Chacho comienza a sufrir una serie de derrotas, que culminan el 28 de junio de 1863 en la denominada Batalla de las Playas, que se libra en la Provincia de Córdoba. Allí un numeroso ejército al mando del general Wenceslao Paunero –comandante de las fuerzas que respondían al nuevo presidente de la República Argentina Bartolomé Mitre– derrota a los hombres de Peñaloza, quien luego de huir hacia su provincia rinde sus armas al capitán Ricardo Vera, en la localidad de Olta en los llanos riojanos.

El mayor Pablo Irrazabal –perteneciente a las fuerzas vencedoras– llega al lugar y apenas se encuentra frente al caudillo, lo mata con su lanza. Acto seguido ordena a sus hombres que disparen reiteradas veces sobre el cadáver, lo decapita y hace colocar la cabeza sobre un poste en la plaza central del pueblo, obligando a la familia del Chacho a estar presente. 

Mientras tanto, Martina Chapanay evita ser capturada, hasta que poco tiempo después se le otorga un indulto y –teniendo en cuenta sus capacidades– se le ofrece un puesto en la policía de San Juan con el grado de sargento mayor.

Quiso el destino que al aceptarlo y llegar a la dependencia policial, encuentra que el comandante a cargo era Pablo Irrazabal, el asesino de Peñaloza. Facón en mano y en público, lo desafía a un duelo que el militar no acepta escapando apresurado del lugar. Posteriormente, desprestigiado y avergonzado por su cobarde actitud, pide la baja.

Algunos historiadores –sin precisar más detalles– sostienen que en realidad Irrazabal fue muerto por Martina en ese duelo, por lo que la califican en sus escritos como “la vengadora del Chacho”.

En el año 1887 Martina fallece en la localidad sanjuanina de Mogna, su tumba es visitada asiduamente y se convirtió en centro de devoción popular. El cura Elacio Bustillos hizo colocar una lápida blanca sin ninguna inscripción, “ya que todos saben quién está allí”.

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Pablo Crespo

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