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AVENTURA | 09-06-2017 08:50

110 km a remo entre islas y selvas

Travesía en kayaks desde Ita Ibaté a Itatí por las aguas correntinas del Alto Paraná. Fauna, camping y silencio selvático. Galería de imágenes.
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El río inmenso se aleja, y el arroyo se hunde como una víbora marrón en la isla El Caygüé. Apenas un zigzag hacia sus fauces basta para sentir cómo el silencio desciende sobre nosotros como un velo. Una calma atemorizante para quien tiene impregnados los sonidos de la ciudad. Apenas el susurro del agua resistiendo el avance del kayak, hasta que de a poco los oídos se afinan, los pájaros lejanos se perciben más cerca y algún aullido de un mono carayá alerta. Adelante, en las ramas sumergidas de un árbol, un coletazo advierte un dorado o surubí o, por qué no, un yacaré. Así, como desperezándose ante nosotros, la selva dice que está presente, y que en sus dominios, el hombre es apenas uno más.

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Sumarse

Esta es la segunda parada para los kayakistas que han emprendido el viaje desde Ita Ibaté, en el norte de Corrientes. Un problema con el auto me ha impedido llegar a tiempo, pero eso no es problema cuando hay disposición y la aventura prevalece. El punto de encuentro se replanifica entonces a Yahapé, una villa pesquera con puesto de Prefectura donde el baño y el agua caliente para el mate siempre están disponibles. Desde sus barrancas, el Alto Paraná se ve algo verdoso, suave, y siempre infinito. Toda esa agua, la que vemos y la que esconde su lomo debajo, alberga una vida colosal, insondable si se suman sus islas y bañados, sus especies animales y plantas nativas, un verdadero tesoro correntino. Recién a la hora pactada, a lo lejos, va dibujándose la silueta del Chaqueño y Herman sobre la lancha de apoyo.

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“¡Bienvenido compañero!”, exclaman antes de amarrar. “El resto está en la isla, levantando el campamento. Ahora sí estamos completos”, dicen, y de un salto ya estoy dentro. Pegamos rápido la vuelta hacia el norte en busca del grupo, y vemos cómo algunos están bañándose aprovechando la tranquilidad del río sobre las playas doradas, mientras otros toman sol o prueban la pesca sobre las piedras. Mucho relax, ganado tras un debut donde hubo que improvisar la llegada nocturna, peligrosa en estas aguas si no se tratase de remeros corajudos y buena organización: luces rojas de led, control de zona por delante y detrás y mucha cabeza hasta dar con El Cohiué, la primera posta firme y verde en el imperio del Alto Paraná.

Como buen baqueano

El Chaqueño los mira y los desafía: “Casi se han ganado el costillar de esta noche… vamos a ver cómo llegan hoy”, dice. Algunos se ríen mientras levantan campamento y toman los últimos mates. Otros lo torean e invitan a intercambiar de embarcación, a ver si él rema un rato. No hay olas, y el silencio se posa sobre la inmensidad de la selva isleña. Apenas el choque de algún cacharro o las varillas de las carpas irrumpen una calma que marca la emoción continua de sentirse parte de esta maravilla.

Remar al costillar…

Unas cuatro horas ayer, otras seis hoy. No parece mucho si se tiene en cuenta que se está a favor de la corriente, y que la idea no es batir ningún récord, sino disfrutar a pleno, remando de cara al cielo azul y sus nubes cinematográficas, sobre este mundo tan distinto. Pero para quien no es kayakista, los brazos y la espalda empiezan a pesar.

Por suerte, hay dos cosas a favor, junto a la corriente: no hay nadie, literalmente, y se puede remar tranquilo sin atención a otras embarcaciones; y, además, estos kayak de travesía aceleran con cada remada como un fórmula 1, lo que permite a Silvia, Adriana y Charo, y Juan Martín y Pamela, esforzarse un poco y luego descansar, mientras se ubica una colonia de monos, una lavandera en su nido y algún yacaré al sol.

Otros van solos, entonces se adelantan un poco de la lancha de apoyo, pero a distancias acordadas con el equipo para que el grupo esté controlado ante la eventualidad. Desde Ita Ibaté no son muchas las islas que se cruzan, pero los grandes ríos entrantes pueden confundir la trayectoria. Cerca del mediodía, la boca del riacho Tuyutí espera con sus médanos y un arroz con atún exquisito a manos de Augusto, que ha pasado de remero corajudo a chef improvisado: “Esta travesía me ha dado suficiente ya, ahora es tiempo de contemplarla desde la lancha”, dice sonriendo.

Así, el transcurso de las horas va dejando sus huellas en los cuerpos, pero es tan bueno el ánimo que nadie se pierde el chapuzón desde los empinados médanos del Tuyutí, el paseo corto por su selva profusa o una siestita reparadora. El tramo restante hasta la isla Limosna no es menos desafío: el río se abre, aparecen algunas olas y las entradas en la división internacional con el Paraguay pueden ser engañosas. Claro que el costillar, reluciente en la proa de la lancha como una advertencia, es una gran motivación.

Ya ante un horizonte anaranjado, los kayaks amarillos, naranjas y lilas se incrustan en la arena. Son apenas las 6:30, y hay suficiente tiempo para relajarse tras otra gran jornada. Armar carpas, charlar de cara al río, tomar mate mirando el fuego y, claro, esperar la cena antes de descansar.

El tranco final

El amanecer trae consigo una lluvia tan repentina como pasajera que sin embargo no acelera el café, ni la puesta a punto para el tercer y último día. El cielo se abre de nuevo, un buen augurio para emprender camino a Itatí. Superando ya los 100 kilómetros de remada la basílica surge entre la selva, y su figura borrosa es premonitoria: otro buen chaparrón avanza y la tropa llega a destino pasada por agua. Lo que no ha logrado el río con ningún remero caído lo ha conseguido la lluvia. Así es la naturaleza, y en parte alegra que ella guíe el camino. Por suerte espera el hospedaje del Chaqueño con agua caliente y ropa seca, y como si fuera poco, dos dorados crujientes a la parrilla para celebrar la unión de dos ciudades a puro remo.

Nota completa publicada en revista Weekend 537, junio 2017.

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Pablo Donadío

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