Tuesday 23 de April de 2024
VIAJES | 24-06-2018 09:00

Desafiando el agreste circuito Cochicó

En Neuquén, desde el río Barrancas hasta la laguna Varvarco Campos, una travesía por lugares inhóspitos que incluyó rotura de cubiertas y vadeo de espejos de agua.
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La Ruta 40 atraviesa el río Barrancas e ingresa a la provincia del Neuquén. Atrás dejábamos Mendoza y Malargüe, que nos dieron cobijo durante la noche. Debajo del puente, las aguas corren presurosas. La comunidad de Barrancas está en paz. Pasamos bordeándola, intentando no despertarla de su letargo matinal. Tras una gran curva en subida hacia la derecha, a pocos centenares de metros, una señal indica el desvío para tomar la RP 53. Dejamos el asfalto: es el turno del camino consolidado. Un gran cartel nos certifica que comienza el Circuito Cochicó, que llevaría nuestra caravana por huellas muy poco concurridas hasta las lagunas Varvarco.

Kilómetros más adelante, y todavía sobre un buen piso, una pequeña laguna de aguas mansas y espejadas se perfila a nuestra izquierda: es la Vatra Lauquen (del mapudungún: laguna de las totoras). Al fondo se advierte el típico casco de una estancia sureña: un verdadero paisaje bucólico, cuyo detalle de belleza es sólo un adelanto de lo que este recorrido nos depararía. Avanzamos pasando por delante de distintos puestos, nos acercamos a una quebrada y descendimos en zig-zag hasta su fondo: el cauce del río Huara Có, para volver a subir por la pared opuesta. Una vez arriba, el camino sigue por la cresta de los cerros, otro zig-zag en largo descenso y un viejo puente de hierro que nos permite superar el cauce del río Chadileu. Una cuesta más, su bajada y alcanzamos el cauce de del río Barrancas, que iremos acompañando en su derrotero por varias decenas de kilómetros, sumergidos entre las altas paredes que lo enmarcan.

Una delgada cascada sorprende al caer como una fina lluvia desde lo alto del farallón, es uno de sus afluentes. Los colores que se suceden en los murallones de rocas van mutando el paisaje metro a metro. El cauce repentinamente se estrecha, el susurro de una caída de agua se escucha al bajar las ventanillas y, un poco más adelante, la panorámica vista se abre. A la izquierda, el alto farallón y un filo por el que discurre la huella. A la derecha, un lago y, al fondo, sus curvas que brillan bajo el sol semejando gigantescas serpientes metálicas que fluyen lentamente para hundirse bajo las aguas más profundas. Es la laguna Cari Lauquen (del mapudungún: laguna negra), de 5 km de longitud. Hace poco más de 100 años, su profundidad era de al menos 90 m por encima de la actual. La fina marca de su nivel original quedó marcado y perfectamente delineado en los márgenes. Todo este paisaje cambió la mañana del 24 de diciembre de 1914, cuando el dique natural que contenía al gran lago de 26 km de largo colapsó debido a la gran cantidad de nieve caída ese año, que posteriormente se transformó en incalculables litros de agua de deshielo que inundaron todo el valle e hicieron desaparecer a su paso comunidades enteras.

La caravana se detuvo ante este hermoso y hoy tranquilo paisaje. Las agujas marcaban poco más de las dos de la tarde: un buen momento para nuestro pic-nic. Con el apetito satisfecho, continuamos hasta llegar a un estrecho puente de hierro sobre el arroyo Domuyo. Mirando hacia su nacimiento se observan los faldeos del volcán que le da nombre. Y, a su salida, observando con detenimiento a la izquierda, sobresale una piedra de generoso tamaño que se asoma de la barranca y que contiene una hermosa huella de amonite de más de 30 cm de diámetro: es un fósil de más de 400 millones de años. Nos sorprendimos al encontrar muchas más en las piedras de los alrededores, que apreciamos con sorpresa pero sin tocarlas para respetar el paso del tiempo. Ellas son parte de ese paisaje y de su pasado.

Agua y aridez

El verde y unos girasoles azotados por el viento que rodean el puesto de Lonco Vaca nos impacta. Seguimos un trayecto más acompañando el cauce. Las paredes de los cerros van cambiando de textura y color. Alcanzamos el pequeño paraje de Los Rais de Cochicó, donde el camino deja de lado la costa del río Barrancas y comienza a trepar en una ladera: la Cuesta del Lonquito. Al echar la vista atrás desde lo más alto vemos la huella recién transitada, todavía con algunas de nuestras camionetas sobre ella. Nos sigue sorprendiendo el sinuoso desarrollo del río.

Desde allí accedimos al Cajón de los Nevados, transitando por un piso muy pedregoso, cortado cada tanto por correntadas de deshielo y del arroyo Nevados. El paisaje es árido: piedra y muy poco verde, sólo unas ralas pasturas y todo en continuo ascenso. En ese sector, las previsiones de doble auxilio fueron justificándose debido a varias roturas de cubiertas y pinchaduras producidas por pequeñas y filosas piedras que hicieron del emparchado o cambio de cubiertas una tarea comunitaria.

A esta altura continuamos teniendo a la cumbre del cerro El Crestón como guía, coronado de nieves eternas. Unas pinchaduras más adelante y comenzamos la última trepada, con suelo de piedras muy sueltas que dificultó seguir la marcha de algunas camionetas. Todos tratamos de poner a salvo las cubiertas de las piedras más filosas o de aquellas que, con su puntas, directamente amenazaban nuestro paso. Aquí, algunos cortes provocados por los deshielos son más profundos y secos, y los manchones de nieve comenzaron a aparecer más cercanos a la senda.

Arribamos a la zona más cercana a la cima de El Crestón, a poco más de 2.850 msnm, el lugar más alto del recorrido. La imagen de la caravana y sus colores contrastaban con la blancura de la nieve y las grandes rocas que coronan el cerro. De aquí en adelante, los cúmulos de nieve parecían descansar sobre el camino. A nuestro paso dejamos la efímera huella de las camionetas y afrontamos unos kilómetros más de subida, que se desarrollaron entre curvas y contracurvas sobre un piso bastante roto. Finalmente, llegamos al filo más alto, desde donde descendimos en un caracol muy pronunciado, con ángulos cerrados que obligaban a algunas camionetas a efectuar dos maniobras para efectuar el giro.

Dos lagunas

Así, la delgada caravana fue transitando por el Cajón de Crianza, con un paisaje de verdes pastizales rodeado de altos picos. Otro arroyo se cruzó en nuestro camino y debimos vadearlo en varias ocasiones. Alcanzamos el primer puesto. Desde allí observamos el espejo de agua de la laguna más pequeña, la Varvarco Tapia, de tan sólo 2,5 km de largo y 1,5 de ancho. En forma sinuosa, un muy estrecho camino la bordea por su lado Norte. A medida que avanzamos por él, el volcán Domuyo se fue transformando en el telón de fondo de nuestros retrovisores.

Llegamos al río que alimenta la laguna, formado por las aguas que procuran escapar de la mayor. Allí está el camping. Cruzamos un muy estrecho puente de madera, desde donde se goza de un paisaje espectacular. Unos zigzagueantes metros más y comenzamos a descender hacia la Varvarco Campos, de mucho mayor tamaño, ya que alcanza los 10 km de largo por los 2,5 de ancho y hasta 90 m de profundidad.

Al momento en que el sol se recostaba sobre el seno de las montañas, estacionamos sobre su orilla. El objetivo se había alcanzado. Tras casi 150 km de vibrante recorrido, era hora de festejar con abrazos e inmortalizar el momento en una fotografía. Luego sobrevendría la contemplación de la mansa e inmensa laguna reflejando el atardecer y el vuelo de las aves, mientras el susurro de las aguas corriendo entre las piedras hacia la laguna menor le daban un marco musical único.

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Marcelo Ferro

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