Monday 29 de April de 2024
TURISMO | 09-12-2023 19:00

San Martín de los Andes: una aldea donde se respira Patagonia

En la cordillera andina de Neuquén rafting, bicicleta y trekking, más una sublime gastronomía entre bosques y lagos turquesa. Lo que viene para este verano.
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Aterrizamos con JetSmart en el aeropuerto de San Martín de los Andes justo antes del verano, lo que implica aún mucha calma en esta pequeña ciudad con aires de pueblo cordillerano a orillas del lago Lácar. Los bosques de cipreses que trepan las montañas ya han recuperado su verdor y no hace frío ni calor. Difícil imaginar un momento más perfecto para venir a respirar la Patagonia neuquina con los senderos de trekking y playas casi siempre vacíos y los restaurantes sin colas.
Nos instalamos en un hotel casi al pie de la montaña rodeado de bosques y casas alpinas de madera con techo a dos aguas y alquilamos bicicletas para recorrer el pueblo. Los azares nos llevan a pedalear por la calle Los Cipreses, que al 1.800 va en paralelo al arroyo Trabunco, donde hay casas y hosterías en cada orilla –balconeando las aguas–, como en esos pueblos europeos con pintorescas urbanizaciones en hileras paralelas, que no están separadas por una calle, sino por el curso de un río. Vamos hasta el cruce de Rivadavia y Obeid para ver la primera casa construida aquí, hace 125 años: mantiene su estructura original con largos tablones de raulí, donde viven los descendientes de aquella familia pionera, los Castro. 

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Luego pedaleamos cuesta arriba hasta el mirador Arrayán –5 km de asfalto y ripio– por la RP 19, para contemplar un atardecer reflejado en el lago Lácar que se derrama en la parte baja de un anfiteatro y duplica los picos invertidos de las montañas (se puede ir caminando o en auto). Tras la caída del sol hacemos 300 m hasta la Casa de Té Arrayán –creada en 1939– a recuperar las calorías consumidas –y más también—con sus deliciosas tortas.  

A Villa Quila Quina

A la mañana del día siguiente salimos rumbo a Villa Quila Quina en el Parque Nacional Lanín, a orillas del Lácar. Queda a 18 km del casco céntrico: 6 por la RN 40 y 12 por un camino de ripio entre el bosque. Se puede llegar en bicicleta, auto y kayak de alquiler (en los dos puntos de embarque del catamarán se alquilan kayaks para andar por la zona; la ida remando hasta Quila Quina insume una hora). Pero optamos por ir en catamarán desde el muelle. 

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La navegación es relajada, entre montañas arboladas, hasta la otra orilla del lago, donde hay una playa de arena que en verano se llena: la clave es salir a caminar por la costa y alejarse un poco hasta sectores con menos gente. Desembarcamos en tierras de la comunidad mapuche Curruhinca, quienes viven en casas muy separadas una de la otra, entre los vallecitos. Almorzamos en el resto-bar Quila Quina y dedicamos el día a caminar por el bosque y la orilla. Nos instalamos a reposar en las arenas de la playa La Puntilla, a la sombra de ñires y robles. El valiente del grupo se arroja al agua, ejecuta unas brazadas y sale algo impactado por el frío. Una pareja de cauquenes –un estilizado ganso patagónico– se acerca a vuelo rasante y aterriza en la orilla.
A media tarde recorremos el sendero hasta la Gruta de la Virgen con una vertiente que brota entre las rocas. Y seguimos luego por otra senda junto a la costa con una hermosa vista del Cerro Abanico y sus formaciones basálticas de origen volcánico llamadas andesita, de donde proviene el nombre de los Andes. En el camino oímos chillidos de teros, trompeteos de la avutarda de pico corvo, las olitas y el mugido de vacas que andan por los caminos rurales jalonados por cortinas de álamos rectos de 15 m. Y vemos un bosquecillo de araucarias de 300 años. 

Rápidos y furiosos

Al tercer día de calma, ya necesitamos acción: nos vamos de rafting, esa suerte de montaña rusa en el agua. Una combi nos pasa a buscar para recorrer 67 km hasta la sede de Pomelo Tour en la naciente de río Chimehuin, de complejidad 2+ (“apto para todo público”). Allí nos espera Pomelo en persona –de cara roja y pelo amarillo–, llamado Mariano Bianchi. Nos explica que para hacer rafting no hace falta saber nadar. Navegaremos con una balsa inflable un río caudaloso. Nos equipan con chaleco salvavidas, casco y traje de neoprene. El conductor alerta que oiremos dos comandos al remar: “Adelante” y “atrás”. 
Vamos hasta la orilla y comienza la acción en este río ciclotímico con rocas, que a veces explota de furia y al instante se apacigua en felices remansos. Arrancamos con un suave traqueteo en el Pozón de las Viudas, un remanso que es una zona más profunda sin rocas en el fondo. En minutos aparece el rápido Piedra Mala, una suerte de hendidura en el agua con efecto de lavarropas. Voy justo al frente y veo la punta del gomón elevarse tanto que termino paleando en el aire: estamos en la cresta de una especie de ola fija en un mismo lugar y las chicas del grupo gritan. De repente bajamos la ola a toda velocidad como deslizándonos por un tobogán: termino empapado.

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¿Qué pasa si alguien se cae? Nada grave. El río es poco profundo y el caudal no es extremo. La clave es hacer la plancha con los pies hacia adelante para no chocar una roca, hasta que nos rescaten. Los rápidos se suceden y llega la hora de jugar: Pomelo atraca el gomón junto a la Piedra del Viento. La trepamos y es momento de saltar desde dos metros de altura. Caigo al agua y me sacudo para todos lados, y tardo un poco más de lo común en salir, porque la corriente me arrastra antes unos tres metros sumergido. Volvemos al gomón y completamos 8 km río abajo en una hora y media sin mucho esfuerzo, apenas cansados y más bien hiperexcitados por la adrenalina, pidiendo más.

Rumbo a Hua Hum

Al cuarto día tomamos una excursión de día completo al circuito Hua Hum en el Parque Nacional Lanín. Nos pasan a buscar en una combi que avanza por las ondulaciones de la RP 48. Paramos en el mirador El Balcón con una panorámica de San Martín de los Andes y el lago. Recorremos 27 km hasta la península de Yuco. 
Estacionamos para caminar por un sencillo sendero de selva valdiviana hasta una playa de arena a los pies de un bosque de árboles muy altos y aguas turquesas, más transparentes que el Caribe. Es la Playa del bosque de arrayanes que tiene enfrente, muy cerca, islitas de roca a las que se llega nadando. Hoy no hay casi nadie, pero en verano se llena (hay cinco playas en la península).

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Volvemos a la combi para ir a almorzar a la hostería Hua Hum que ofrece cabañas –en general ocupadas por pescadores; $ 131.580 la séxtuple– y un refugio de montaña de 12 plazas para mochileros –$ 23.757 la noche– que se usa de base para hacer trekking a la cascada Chachín y a un fragmento del sendero interprovincial Huella Andina (Instagram @complejo.huahum). 
Almorzamos con una vista panorámica al lago Nonthué observando las últimas cumbres nevadas antes del verano. Saboreamos platos como bondiola braseada, ragú, estofado, pastas, y picadas ahumadas de fiambres y quesos. A este lugar se llega también navegando en catamarán. Luego participamos de una sesión de meditación en la naturaleza y nos recostamos un rato en otra playa. Y volvemos a la combi para visitar el Castillo Van Dorser construido en madera en 1936, una magistral obra arquitectónica levantada por inmigrantes holandeses, hoy museo. Por último caminamos 600 m hasta la cascada de Chachín de 20 m de alto (aquí se llega también en catamarán).

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Todo esto es la faceta natural del viaje, que tiene otra menos contemplativa: la sibarita. Su sofisticada gastronomía es un viaje paralelo, en general por las noches, con novedades como el restaurante Pantera –en un 2º piso frente a la Plaza San Martín– con un shushi-man en vivo y platos como el risotto de cordero y empanadas de esa misma carne, ceviche y tiraditos peruanos; en Casa Pueblo –en lo alto de un cerro– sirven trucha a la manteca negra en colchón de ensalada agridulce; y en Casa Chola preparan pastel de cordero y canelloni de trucha. A San Martín de los Andes uno lo mira, lo respira e incluso lo palpa, pero además se lo come. Y sabe a Patagonia.

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Julián Varsavsky

Julián Varsavsky

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