Debería ubicarlo en la carta, recurrir al sextante y a la brújula, para animarme a situarlo. Es ese trocito de agua que está frente al ángulo NO del mareógrafo del Club de Pescadores de Buenos Aires, ese rincón donde encontró refugio el decanato de pescadores de esa institución, hoy ya consagrada como monumento histórico de la ciudad. Pero prefiero, y es mejor, hablar de él como se estila en los cenáculos cañófilos, alimentados de anécdotas que se renuevan cada temporada. La ubicación exacta sería tarea inútil y además, aun para los habitués, no existen lugares reservados.
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Esa fracción diminuta de costa del río es de la cofradía, pero también del club entero. Solo que, claro está, los que concurren casi diariamente han establecido un “derecho de uso”, al decir de leguleyos tradicionalistas, y por lo tanto nadie les disputa ese sitio aunque, y es bueno aclararlo, lo ocupan siempre los días hábiles y no así los fines de semana.
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Estábamos precisamente frente al mencionado rincón, y convinimos que existe, por encima de toda razón y cálculo, una evidente relación de causa y efecto en el mareógrafo todo. Pasan los años, y las costumbres se mantienen. Hay quien llega, arma, lanza, espera, tiene uno o dos piques y se retira, sin otra emisión vocal que saludo y despedida. Hay otros más locuaces que desarrollan teorías siempre diferentes, acerca de carnadas infalibles, modelos de anzuelos insospechados, y sistemas de clavada totalmente novedosos.
El tema de hoy se refiere a la identificación, que no es otra cosa que el hombre y el ambiente, el microcosmos que lo rodea, y que sin duda alguna lo atrae cabalmente.
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Tal es el caso de Aguilera y su rincón. El bautismo de ese punto en nuestras cartas no podía sino llevar su propio nombre. No espero preguntas al respecto, él tampoco, estoy seguro. Pero sé que existe esta relación y van ejemplos.
Cierta tarde de buen pique, él se encontraba frente a su esquina, en rigor, a su pozo, cuando, inesperadamente, debió ausentarse por un breve lapso, en el cual llegaron otros parroquianos. Alguno de ellos aprovechó el espacio y efectuó sus lances. Aguilera, que es parco y terminante en sus juicios, regresó, alzó su caña y se desplazó unos metros más allá. No se originó ningún problema; pero allí mermó la pesca, hasta que, curiosamente, se acabó el pique en todo el muelle.
Si hay algo que todo veterano evita es el tono dogmático. Asisto a infinitos diálogos pletóricos de anécdotas mejoradas una y otra vez. Pero cuando se requieren opiniones, que en la pesca, como toda herencia atávica, son muy aventuradas por lo que arriesgan de error a cada instante, es ahí cuando se eluden las respuestas. Aguilera es, en esto, cauteloso por demás; y nunca aceptó la existencia de un misterio transmitido solamente para él. Su habilidad innata y sentido de la oportunidad, amén de una prosapia de pescadores, están a la vista en cada jornada. Él no oculta sus carnadas, ni sus anzuelos ni el tipo de aparejos que utiliza.
Y aquí lo insólito, lo inexplicable: Si nuestro amigo comienza una sesión, generalmente vespertina, y la interrumpe a poco de haberla iniciado, no vale la pena seguir caña en mano, al menos, por un largo rato. Puede ser en bajante, creciente o estoa; puede ser con viento calmo o con ráfagas estremecedoras. Lo cierto es que él levanta la caña y se retira. Por simple observación, ubicamos la zona de sus lances, que, por otra parte, no está sino a una decena de metros río adentro, y aprovechamos para ocupar el sitio; pero… pasan las horas, y las carnadas vuelven intactas.
Hace ya bastante tiempo que menudean las bromas acerca del conocimiento esotérico del río por parte de este hombre. Títulos y alabanzas le resbalan por la curtida piel de “cañero viejo, con años de calle, tribuna y espigón”, como suele afirmar.
Y ahora, mi propia explicación, o ubicación en el tema. Mi antigüedad me anima a tejer cavilaciones. Es que el pescador es un aprendiz solitario de solitario empedernido, circunspecto, taciturno hasta la melancolía. El pescador acude al medio que lo va a satisfacer o ilusionar con una sed imperiosa, que se renueva en cada jornada. En el mareógrafo los ejemplos son cotidianos y no nos llaman la atención. Sin embargo, para los neófitos, ese regreso permanente a esa única fuente, a ese solo surtidor de emociones, resulta de difícil comprensión. Hay un contacto secreto, un diálogo tácito entre el medio y el hombre, entre la eternidad del agua y la efímera presencia del pescador y su caña. Muchos preferimos hacer vagar vista y pensamiento por los cambiantes ocasos de todos los días. Buscamos y obtenemos imágenes y respuestas, mientras abrevamos del río consuelo y paz. Otros, Aguilera entre ellos, mantienen en cambio, una intensa reciprocidad de sensaciones con lo ignoto. No de otra manera puede ser que él, en cierto momento, cambie todo el equipo y obtenga, en un día fútil, conquista tras conquista.
-“A mí me pican porque saben que los devuelvo al agua”, alguna vez afirmó entre risas.
Yo no creo que sea así. Sostengo, en cambio, que en esas imprecisiones, en esa posibilidad toda de lo real, en que la naturaleza siempre elige, juega y gana para olvidar su asombro por la indeclinable vanidad humana, entrega, condescendiente, misterios y ecuaciones a uno solo. Quizás, para que se escriban estas líneas y podamos bautizar, una vez más, al “Pozo de Aguilera”.
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