Los primeros en desaparecer fueron los pájaros; y el silencio ganó la selva que quedó paralizada. Intuitivamente huyeron todos: los pumas, los venados, las antas, tatetos y carpinchos. Ni siquiera el overo dudó en escapar, porque aunque era el rey del monte, frente a lo que se acercaba, no existían valor ni osadía suficientes para poder enfrentarlo.
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Solo Tajy – el niño mbya guaraní- se quedó meleando, subido a lo alto de un guatambú, mientras trataba de alcanzar un panal de yateí que pendía de una rama, y que, deshabitado misteriosamente, aún guardaba una buena porción de la variedad de miel más deliciosa que brinda la selva misionera. Como se hizo siempre, como lo hicieran sus padres y los padres de sus padres, llevaba tacuarembó, para envasarla en su interior.
Cuando logró trepar más alto que cinco hombres, se percató del silencio asentado en la selva. Llamó a su hermano mayor, como solía hacerlo imitando el canto secuencial del surucuá, pero Amarú no le respondió. Algo extraño estaba sucediendo esa mañana de Enero y no era el sol abrasador ni la lluvia repentina; no era la voz del Agua Grande, que retumbaba a lo lejos en la poderosa Garganta del Diablo. Era algo más inquietante y distinto, que él no alcanzaba a comprender. El niño olió el aire y, preocupado, volvió a llamar a Amarú, poniendo sus manos cruzadas sobre la boca. Mientras esperaba, alerta, esa respuesta que no volvía, vio la mancha incomprensible y devastadora por primera vez. Se acercaba como un ancho río brillante y negro, devorando a su paso cualquier insecto, roedor o reptil que se le interpusiera. Entonces, Tajy oyó el ruido de la horda negra que aumentaba como el crepitar de un fuego. Miles de millones de mandíbulas que en su avanzada no dejaban nada vivo. Era “la corrección”: aquel espanto que se despertaba en la selva cada tantísimos años y que todo lo deglutía en su invasión furiosa. La misma pesadilla que generaban las famosas hermanas del Norte del Guayrá: “la marabunta”. Miríadas de hormigas negras que reflejaban y descomponían la luz como cristales oscuros. Una masa que arrasaba con ebullición frenética y conciencia colectiva. La riada de hormigas se desplazaba con obsesión, formando islas flotantes para cruzar los arroyos tributarios del Alto Iguazú; o anchas cintas entrelazando patas y mandíbulas, para sortear las alturas a modo de puentes colgantes, por los que cruzaba la imparable legión. Disciplinadas y carnívoras, carpinteras, ingenieras, y militares, buscando objetivos móviles, y generando el pánico y la estampida.
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Tajy oyó entonces el canto del surucuá, y el galope de su joven corazón se hizo un poco más lento. A unos ochenta o noventa metros, en el otro extremo de “la corrección”, Amarú observaba paralizado, desde la horqueta mayor de un lapacho, cómo las hormigas se tragaban viva a una paca enloquecida, que había quedado atrapada en su propia cimbra. En la efectiva trampa de cuerda que ella misma había trenzado con raíces de güembé, el mamífero más codiciado de la selva del Iguazú por lo exquisito de su carne, esta vez servía de festín a la mancha viviente. La multimillonaria máquina de artrópodos no paró su mecanismo de tortura, hasta dejar a la intemperie el esqueleto blanco del desgraciado animal que, aún despellejado, contraía los miembros en su lenta derrota luchando contra el dolor.
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Y casi repentinamente, aquella sombra de la selva, como llegó se fue. Pero debieron pasar algunas horas hasta que los hermanos volvieron a reunirse en el suelo. Esa noche Tajy y Amarú llegaron tarde a la aldea, donde la familia entera y ansiosa los estaba esperando.
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La selva les había dado una rara lección para, en el futuro, transmitirles a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Les había mostrado quizá su cara más cruda, siempre y en tanto, el hombre blanco, que había asolado la región, no volviera nunca más a sus tierras rojas como la misma sangre. Porque él y solo él, podía resultar peor que la temible “corrección”.
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