Las proezas del viejo Teo son tan extraordinarias como increíbles. Aunque, para muchos, solo se trate de una habilidad para salir de las dificultades, no se puede negar su osadía y gran coraje.
Relatos a cielo abierto: El niño y el buen río
Aquella tarde de agosto, en que la temperatura no superaba los 8 grados, el viejo se internó en el mar, con una tabla de surf y una línea de mano para pescar tiburones. Allá iba, tan decidido y contento, que su arranque temerario nos pareció rayano en la locura. Estábamos al pie de un médano, muy abrigados, y a pesar del frío, tomando mate y conversando, el “Tano” Hugo, Pablo y yo. Repentinamente, lo vimos bajar a la playa, con su traje de neoprene y unas antiparras medio opacas pegadas a su frente.
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-Vamos a tener que ir a buscarlo-, auguró el “Tano”, como anticipando la molestia.
Sorteamos, aunque en tono de broma, quién pondría el bote, si la ocasión se presentaba; y le tocó en suerte a Pablo, que, como hasta entonces se trataba de un juego, lo festejó con sonrisas.
La rompiente no se imponía como peligrosa, pero repito, hacía mucho frío, y, por otra parte, se estaba levantando un viento de tierra que anunciaba las cosas un poco más complicadas. Raro que el viejo no advirtiera la virazón, pues siempre estaba muy atento a los fenómenos climáticos. Me dio por pensar si, aun mostrándose saludable y vigoroso, el paso de los años no estaría empujándolo a ciertas confusiones…
Relatos a cielo abierto: La Renuncia
El punto era cuánto habríamos de esperarlo. Sabido es que a Teo no le gusta nada que lo distraigan cuando pesca; y, ni hablar de lo furioso que se pondría si sospechaba que, en realidad, íbamos por él, por ese “viejo lobo de mar” que de tantas tormentas supo retornar entero. Como la cuestión aún no superaba la simple hipótesis, apuramos otra pava de mates y exterminamos los churros, mientras el tiempo pasaba y el viejo Teo no reaparecía.
Para evitar retardos que empeoraran más la situación, nos fuimos con Pablo a buscar el bote. Los preparativos insumieron casi una hora, y, al volver a la playa, Hugo aseguró no haber visto señales del viejo, ni adentro del mar, ni saliendo de él, por alguna corriente que le hubiera desviado su vuelta a la orilla.
Al momento de calzarnos los trajes, botar el semirrígido y poner en marcha el motor fuera de borda, el panorama era bien distinto: un ventarrón ya se había declarado y la rompiente crecía, mientras se insinuaba una segunda, unos metros más allá, como agazapada y esperando.
Nos pasamos la mitad de la mañana patrullando, pero sin ningún resultado positivo. La inutilidad de nuestro esfuerzo era evidente y rotunda: el oleaje, desatado, no nos permitía ver más allá de la ola que teníamos delante, en un mar que, minuto a minuto, empeoraba, con inesperados cambios de cuadrante y ráfagas impetuosas. Ya, para entonces, atribulados por la sospecha de que no lo encontraríamos, empezamos a cuestionarnos el no haber dado aviso a alguna autoridad de la costa, que hubiera emprendido una búsqueda más certera. Vencidos y sin combustible, comprendimos que no era mucho más lo que estaba a nuestro alcance. Las olas estallaban contra el bote, dificultando y hasta impidiendo todas las maniobras. Cuando cabalgábamos la última, esa que nos depositaría en la orilla, el 115 hp comenzó a recordarnos sus caprichos hasta que se apagó, irremediablemente. Con tan poco combustible no pudimos reanimarlo y quedamos así, a merced del viento y de las olas. Una de ellas nos tomó tan de sorpresa que cayó sobre nosotros con una furia inusitada, casi inundando el bote pero arrojándonos, por fin, sobre la playa. Doloridos, sin aliento y con el feo regusto del fracaso, abrigábamos la esperanza de encontrar al viejo allí; pero no estaba.
El frío se instalaba en nuestros huesos y mientras experimentábamos una desazón que lo invadía todo, repentinamente, Teo surgió de entre la espuma. Parecía el espíritu de Don Carlos, que volvía a constatar la fijación de sus médanos y sobrevida de sus árboles a lo largo de la villa. Visiblemente sin fuerzas, pero igualmente erguido y extrañamente elegante, con tono áspero y gesto huraño, casi sin mirarnos nos preguntó:
-¿Y, muchachos? ¿Ustedes tampoco pescaron nada?
Y se marchó, con la tabla al hombro, sin su anzuelo tiburonero, pero, seguramente, con imperecederas ansias de revancha.
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