El río es bueno. Mi río es bueno. Me lleva, y a veces me vuelca por esos caminos, pero siempre de frente, sin engañifas ni tapujos, sin justificaciones. El río es bueno y sé que, en lugar del inevitable “pulvis”, en mí será el agua el verdadero retorno final. Mi río es bueno.
Algunos lo han bautizado con nombres extraños, como “Plata”, que nada tienen que ver con la enorme sencillez de los guaraníes y su “Guazú” que, simplemente, significa “grande”. Este río fue testigo de tantos hechos a lo largo de siglos. A veces se enoja, estoy seguro que por la minuciosa contaminación que le echamos desde las orillas cada día, con protestas de civilización, cibernética, energía y otras trampas. Lo conocí desde barcos de madera de cedro, la viraró, Ybirá pitá e incienso, todas maderas de él, que crecen en el norte, sobre los márgenes de sus antecedentes inmediatos, el Paraguay, el Paraná y el Uruguay.
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Lo recorro con respeto y verdadero cariño. Me siento amigo, sea cual fuere la cara que me ofrece. A veces, anclado en una recóndita ensenada, lo acaricio.
El río se enojó esta vez. Para esto tiene que soplar el Este-Sudeste durante varias horas. Entonces llueve y la corriente, que siempre desagua hacia ese rumbo, se detiene; el lomo de agua se hincha y todo se anega. El río marcha al revés y avanza hacia los interminables kilómetros de sus hermanos menores; se vuelca dentro de las islas y todo, al final, es río, desde San Fernando hasta el acantilado de la costa uruguaya. Lo tapa todo, todo se moja y se hunde. Y el isleño, poco informado, no le ve el fin y se le anuda la garganta. Los veteranos, en cambio, saben que la corriente no es eterna, que dura algunos pocos días y se va. Y que el río paga su travesura con algunos centímetros de un lodo espeso, brillante y férfil.
Relatos a cielo abierto: La Renuncia
El río es mi amigo, pero esta vez me descuidé, y en la tripulación de mi bote de club con motor portátil, incluí un niño. Fue un error, y mi amigo el río no tuvo tiempo avisarme. Porque él me habla, pero de otras cosas: de universos que a veces vislumbro cuando en plena noche estival estoy anclado en los bancos, deleitándome en silencio, y observando nebulosas, siempre nuevas y extrañas. Dejó que me instalara en la popa, que ubicara la carga, el pasaje y arrancara, como siempre, lleno de canciones y sonrisas, rumbo a la Isla Nagüe de todos mis recuerdos, porqué así se llamará siempre para mí. Hasta el Palmas solamente me retó con algunos chaparrones. Aún en pleno río ancho, me hamaqué con cierta violencia, entre las ondas sin cresta de cauce profundo. Pero después, cuando faltaban unos cientos de metros para entrar en una bahía y seguir viaje por aguas casi quietas, me mostró todo su ceño adusto de dios despechado. Se cobró en minutos mi ligereza, y, cruel, como buen pagano, se cebó en la carita del chiquilín asustado.
Allí fue su primera pregunta:
-¿Falta mucho, señor?, y mi primera respuesta. Después, solamente emitió quejidos de temor. Me sentí enfurecido contra mi torpeza y mi liviandad, contra esa desdeñada experiencia de seis décadas de vagabundajes náuticos.
-El río es mi amigo, Federico-, le dije, -es mi amigo y me quiere y no te hará daño-, insistí, como para justificarme yo mismo.
-Falta muy poco-, le señale luego, y con el índice marqué la línea de árboles, a menos de 50 metros de nuestro bote.
Para entonces, el benjamín parecía abandonado de toda esperanza. Indefenso y sacudido por el oleaje en el escueto banco de madera y apenas sostenido por el otro tripulante, sollozaba y soportaba. De otra forma, hubiera sido uno más de los desafíos que he aceptado de mi amigo, con los cuales siempre me pone a prueba y me deja vencer, estoy seguro. La presencia casi involuntaria del pequeño fue el peor reto del chubasco, la más difícil prueba, la convicción de que me había olvidado de tratar con los niños. O eso creí. Pero ya habíamos entrado en aguas calmas. Y la lluvia, en lugar de continuar con el abatimiento del aspirante a grumete, lo había reanimado.
Volvieron los parloteos y sus preguntas serenas. La lluvia, para entonces, era apenas llovizna y amarré, cuidadosamente, en el muelle. El mocito, acostado sobre la borda, pasaba la mano pequeña y suave, por la superficie del agua y se repetía, una y otra vez.
“El río es mi amigo, el río es bueno…”
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