Debo, por obligación ética y por cariñoso recuerdo, ubicar al protagonista Miguel, “el Negro”, apelativo obtenido de mis lecturas de “El prisionero de Zenda”. Hijo de inmigrantes calabreses, de los cuales buena parte recaló en los barrios del sur de la ciudad, quizá para guardar su tradición natal de ser “gente del sur”, Miguel era delgado, de piel morena y pelo ensortijado y renegrido. Parco, caviloso, se encontraba por las tardes conmigo, en la esquina de Lanza y Somellera, rincón ignoto que, para entonces, recién comenzaba a ser pavimentado. La esquina era nuestra humilde “Torre de los Panoramas”, nuestra guarida de sueños, y allí, mi amigo escuchaba mis encendidas leyendas de pescas fabulosas y cacerías en junglas del todo imposibles. Sus ojos negros, siempre brillantes, repetían las imágenes que iba volcando en mis relatos sobre pasajes de Emilio Salgari, nuestro mentor de sueños.
Así empieza la nueva edición de Relatos a cielo abierto, te invitamos a escucharla por Radio Perfil.
Ya en la adolescencia llegaron las posibilidades de algunas excursiones, las que alcanzaban, a duras penas, al viaje en tranvía hasta Puerto Madero y desde allí, a pie, hasta la costanera Sur. En esa rivera, y en verano, nos consolaban bagres y patíes; y en invierno, privados de capital para hacernos de un equipo de pejerrey, ni siquiera eso.
Un día cambiamos nuestra brújula y alguien habló de “La Quinta del Molino” y las lagunas “Las Terceras”, (porque eran tres). Ya para entonces “el tano Genaro”, el más tesonero del grupo, disponía de su carrito y su mula enana, “La Cambicha”, ser caprichoso e impredecible, quizá por su condición mestiza y su estatura casi patológica. Así y todo tenía la fuerza de una mula normal y el carrito nos parecía el súmmum de la comodidad. Tal como ocurre con la gente joven, bastaron minutos para componer los detalles de la excursión. Genaro era el piloto, Miguel el comandante, los mellizos -dos rubios calcados uno del otro-, los abastecedores del sacramental asado, y yo, junto a mi hermano, a concluir algunas líneas para intentar, no sabíamos del todo, qué tipo de pesca. La fecha, el domingo siguiente.
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Desde nuestra esquina hasta la famosa quinta hicimos, creo, unos siete kilómetros, con los desvíos inevitables por la presencia de cercos y zanjones. Esa distancia la cubrimos, de ida, a pie, entre saltos, carreras, desafíos y la necesidad de sacudir el frío polar de madrugada de Julio. Seguimos por Avenida Riestra, que luego se convertía en calle de tierra y, finalmente, en sendero de cardos y cinacinas. El molino habría sido, alguna vez, parte de las suertes echadas por los colonizadores entre oficiales y tropa, allá en tiempo de los primeros adelantos. Poco a poco y alejados – o muertos- los indios de la zona, los predios adquirieron un atisbo de límites y marcas, y se alzaron las casas, como fortalezas. Barcos inexistentes y algunas vigas señalaban un retaceado esplendor de alguna vez. Pero, eso sí, allí nomás estaban… ¡Las Terceras! El agua era límpida, exenta de todo deshecho, porque, simplemente, por ahí no se divisaba población alguna. Estábamos literalmente solos.
“El Tano” me sugirió buscar algo de leña; los mellizos terminaron de inflar la número 5; y pronto, todo el grupo se dedicó, enteramente, a gozar de ese día, que se me ocurre hoy, brillante y soleado como pocos. Lo cierto es que atamos a La Cambicha a un paraíso, en un lugar en que el pasto le llegaba hasta la panza, iniciamos el fuego y armamos la parrilla. Miguel, claro, Miguel paseaba entre los árboles su cavilar y natural gesto huraño. Regresó cuando el crepitar de los churrascos nos reunió, como soldados, ante un toque de clarín. Guardamos un resto “para la noche” y nos tendimos a despabilar cierta modorra, de no más de dos vasos de vino cada uno.
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El primero en reanimarse fue Miguel; y un lacónico: “a limpiar la parrilla”… me obligó a acompañarlo. Y allá fuimos, con el artefacto, hasta el borde del agua. Recuerdo que era pasado el mediodía, y la escarcha gruesa como de un dedo de espesor, seguía inmovilizando las orillas y aguantando, sin rajarse, las piedras que arrojábamos comparando distancias. Íbamos a recurrir al simple método de descargar los hierros sobre el hielo, cuando Miguel, inmóvil, con el dedo índice señalando el agua, musitó:
-“Mirá, ¿Qué son esos bichos?”.
Contra la orilla, todas a igual distancia, como en una formación, estaban ellas… ¡las tarariras! Nunca se sabrá cuánto pesaban, en cambio sí, que tenían la misma longitud que calculo en unos cuarenta centímetros, mínimamente.
Ni siquiera me detuve a pensar; me interné en el hielo y, defendido por las zapatillas, me acerqué a los peces, hundí las manos, me lastimé un poco con las astillas heladas, cerré los dedos alrededor del cuerpo cilíndrico y viscoso y, allá fue por el aire, que la primera presa cayó en el césped, donde quedó inmóvil.
-“Qué lástima, están muertas”, dijo Miguel.
Y entonces surgió un atisbo de conocimiento haliéutico que, con el paso del tiempo, pude confirmar:
-“¡No!, están dormidas, es el sueño del invierno. ¡Dale, dale! Que se van a despertar”, grité afanoso y avancé en pos de otra fácil captura.
El resto se nos unió a los pocos segundos. No sé cuántas atrapamos. Algunas flotaban en la semipenumbra del agua honda pero hasta allí no nos animamos.
La mula, rodeada de pasto, inició un trote que ayudamos, hasta que el carro tomó cierto impulso. Allí llegamos a nuestra esquina, izamos el cajón y nos metimos en mi casa, directo al cuarto de baño. Llenamos la bañera de agua tibia y las echamos; a los pocos segundos, los adormilados peces, reanimados, ahora, por la temperatura, iniciaron corridas enloquecidas en el estrecho recipiente hasta empaparnos.
¡Estaban vivas! Y esa misma noche, estaban fritas, con sal y mucho limón, ceremoniosamente.
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