Friday 29 de March de 2024
PERROS | 30-10-2021 14:00

Relatos a cielo abierto: El descubridor

Personajes que con mayor o menor generosidad abren caminos. Lo importante es verlos, descubrirlos y conservar de ellos la enseñanza, que entre líneas, nos brindaron. Un texto de Rodolfo Perri.

Existen nombres que son casi un sinónimo del anonimato; pero este señor se llamaba Severino Lucarelli, para muchos “el descubridor”, y me distiendo en estas líneas para hablar de alguien que ya no está, pero que quizás, imbuido de la resonancia (la eufonía) con que lo bautizaron, produjo su gesta pequeña, ignorada, hasta hoy. Por lo pronto, su vida fue una instancia notable. Murió a solo dos meses de cumplir 100 años; un siglo de festejar el simple hecho de estar vivo. “Vito”, como lo llamaban los íntimos, se preocupó de felicitarse por esa circunstancia.

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Su pasión permanente fue la de los grandes espacios, las praderas, los ríos caudalosos, la sencilla admiración del mar desde su observatorio habitual, en el morro del puerto de mar del Plata. Claro que esa liturgia debía enlazarlo con alguna actividad afín, y Severino fue un pescador nato, de cuna. Cumplió pacientemente la escala inevitable desde el corcho, anzuelo y piolín, hasta el ritual línea 8, Fenwick y Medalist de la pesca con mosca, la cumbre de este arte milenario.

Queda descifrar el mote de “descubridor”; y es que Vito no se limitó a aprovechar los infinitos espacios de la cordillera sur: cuando aún los caminos no eran más que sendas imaginadas entre las montañas, él ya había frecuentado rincones hasta entonces desconocidos. Así, en una serie constante, fue de los pioneros en la boca del Chimehuín; después estuvo en el Correntoso, el “río de los 100 metros”, de Villa La Angostura. En todos los casos, al transformarse un pesquero en una cita impostergable para los fanáticos, él prefería apartarse, y disponerse a buscar otros y nuevos recovecos... Porque en eso fue inflexible. Como muchos otros amantes de la soledad y de leer el río, sin otra compañía que la del viento y los pájaros, fue cambiando de sitio y buscando otros similares pero ignorados, mientras pudo sostener la caña y calzarse los waders.

Con el lógico respeto de la edad y la experiencia, en cada uno de nuestros encuentros, yo le informaba acerca de mis vivencias en tal o cual lugar, para mí, muy exclusivo.

-Ah, sí. Estuve allí hace años; ahora ya no voy porque eso está siempre lleno de gente- me decía, a veces pensativo y melancólico, por la pérdida de otro paraje un poco secreto, si bien eso de “lleno de gente”, correspondía a dos o tres cañófilos que habían llegado por azar hasta allí.

Así, cuando le hablé del río Rivadavia y el lago epónimo en Los Alerces, y lo nombré como un verdadero “criadero de truchas”, se limitó a decir:

-Si. Era un lugar muy prometedor.

Y de esto hace unos treinta años o un poco más.

Tenía, justo es decirlo, cierta escala en la calificación de sus relaciones. Evitaba compartir experiencias con los que llamaba los “habladores”. Aquellos que no podían sustraerse al afán del orgullo y vanidad por pescas cuantiosas y que, por lo tanto, no vacilaban en señalar con todo detalle el acceso a algún pesquero “para cansar el brazo”, como solía decir.

Esa actitud es común entre los practicantes de la vida al aire libre. No es del todo cuestionable ni nociva, ya que de la tradición oral dependen muchos momentos gratos, y ese es un modo de que la gente se entere. Pero Vito era muy particular como para aceptarlo. Cabe decir que nunca se adhirió del todo a los reglamentos y que, si bien era un respetuoso admirador de sus tesoros, no por eso dejaba de deleitarse el paladar con lo que sus aguas alguna vez le regalaban.

También en ocasiones me permitió acompañarlo a sitios ya entonces un poco “manoseados”, y comprobé que el rito “pesqueril” se completaba con faena culinaria. Toda su maestría en el manejo del cuchillo filetero; la preparación del fueguito entre las piedras; el tenedor hecho de horqueta y la galleta grande a modo de plato. Siempre llevaba una bota Pamplona, con algún vino aderezado en la pella del recipiente secular. La última vez fue en el Corcovado, al sur de Esquel. Él ya había superado los 80 y se hacía llevar hasta allí, para pasar dos o tres días en una cabañita, muy cerca de la boca del Lago Wintter. Años después regresé al lugar, y recién entonces comenzaba a ser merecidamente famoso por el tamaño de los peces.

Si bien mi amigo mantuvo su energía y entusiasmo, al extremo de viajar solo y hacer sus compras sin compañía, hasta los días postreros de su existencia, dejó, en cambio, de ir a sus lugares secretos con cierta antelación, si tenemos en cuenta su longevidad.

Cuando lo decidió, manifestó que no se tenía más fe para recorrer una orilla pedregosa. Hasta esa entereza es digna de ser divulgada, nacida de su ética viril, de “no generar molestias a nadie”, como él mismo lo explicaba.

Estoy seguro de que muchos sitios por él descubiertos, pasaron nuevamente al secreto y nunca los anunció. Y conste que algunos están en zonas visitadas por el , cada año, mayor contingente de pescadores que acudimos a disfrutar del “país de las Fontinalis”.

A veces me decía que la mitad de sus vacaciones las empleaba en recorrer las costas de los lagos, a pie, sin prisa, y especialmente en las desembocaduras de los arroyos. Él se llevó el secreto de las bocas “ricas” y las bocas “pobres”, como solía denominarlas sin, desde luego, indicar nunca el lugar exacto. De todas formas, como cuadra a todo buen descubridor, sabía que, tarde o temprano, alguien llegaría tras sus pasos hasta ese sitio elegido; y que tendría entonces que abandonarlo, para gozosa y laboriosamente retomar su búsqueda. Una búsqueda que, estoy seguro, debe haberse prolongado por las sendas ignotas del más allá.

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Juan Ferrari

Juan Ferrari

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