El Hornocal se está configurando como el gran paisaje jujeño: es como el cerro Siete Colores de Purmamarca multiplicado por diez en tamaño. El 99 % de los viajeros lo mira desde muy lejos, desde el mirador en la RP 73 que parte de Humahuaca. Y no es poco. Pero comparado con caminar hasta sus pies, es casi nada.
Para llegar a la base del Hornocal conducimos por un camino de ripio en buen estado al pueblo de Calete –7 km desde Humahuaca– para pasar la noche en el confortable cuarto de huéspedes que Esteban Gago experimentado guía de alta montaña- construyó en su casa rodeada de naturaleza sobre una ladera –la idea es estar cerca para arrancar temprano y relajados al día siguiente–. Aquí viven 50 familias originarias –Esteban es porteño– en casas muy espaciadas entre sí con corrales y plantaciones.
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Desayunamos en el living de nuestro anfitrión y subimos al auto para recorrer 18 kilómetros por los cerros en la RP 73 (B). Dejamos atrás la comunidad aborigen de Ocumaso con sus plantaciones de quinua y a la hora de viaje estacionamos frente a la casa solitaria de un maestro rural. Ahora sí: nos ponemos las mochilas y a caminar. “Vamos a conectar el valle de Calete con el Hornocal –dice Esteban y agrega–; tranquilos que casi no van a transpirar; la gente cree que en el norte se va a morir de calor, pero depende dónde. Acá es alto y seco. No es como la selva de La Yunga. Acá te entra un vientito por el valle y ya tenés frío”.
Arrancamos a subir con leve pendiente por la quebrada de Chisca. Me llaman la atención unos cactus redondeados y rastreros que entre las espinas tienen una pelambre blanca: “Les dicen cabeza de viejo”, aclara Esteban. La primera media hora me cuesta un poco hasta entrar en ritmo. En una hora y media llegamos al punto más alto de la travesía: el abra de Chisca (3900 msnm). Aquí termina un valle y comienza otro: el del Hornocal. La montaña multicolor que veíamos desde el segundo piso de la casa de Esteban, pero un pedacito. Ahora está en su máximo esplendor. Es un cordón largo antes que una montaña, sin vegetación y cubierto del pie a la cima por líneas de colores en zig-zag (mide 20 km. de largo y 1.500 m de altura). Un viento muy fuerte se desata de golpe, como poniéndonos a prueba.
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A la derecha vemos una apacheta, un montón de piedras acumuladas, comunes a la vera de los caminos de los pueblos originarios para pedir protección a la Pachamama y permiso para pasar. La rodeamos en silencio y Esteban reparte hojas de coca para ofrendar: “Lo hago de corazón, el que quiera, que lo haga también”. Un poco más atrás divisamos una pirca, un largo y pequeño muro de piedra sin argamasa; sería anterior a los incas, quienes conquistaron esta zona en el siglo XVI. Por eso estos senderos habrán sido parte del Qhapac Ñan, el camino inca que nacía en la plaza de Cusco. Luego fue el Camino Real, ensanchado por los españoles: las mulas llevaban más carga que la llamas.
Belleza sin comparación posible
Comenzamos a bajar y a lo lejos veo tres casitas de adobe que se mimetizan con la montaña. Son de pobladores de la comunidad Hornocal. Cuenta Esteban que algunos de ellos, cuando quieren bajar a Humahuaca, suben hasta acá donde tienen señal y llaman a un remís que los va a buscar más abajo: “Algunos ya tienen camioneta pero las mamitas que van a atender el iglú que la comunidad gestiona en el mirador del cerro, vienen caminando por acá. Este sendero tiene un uso constante desde hace siglos”.
Esteban me da unas hojas de coca para mascar y hacer rendir mejor el cuerpo en altura. Pasamos junto a la casita solitaria de Silvano Mamaní –nos saluda levantando el brazo– y luego aparecen otras abandonadas con el adobe derruido: tienen dueños que hace mucho no vienen.
Avanzamos hacia una saliente como un balconcito al Hornocal y el paisaje se abre a mis pies en toda su extensión: nos sentamos en rocas a almorzar y Esteban dice que “para compararlo con el cerro Siete Colores, se dice que éste tiene 14 colores. Pero miren con atención y verán que son más, hay un degradé de matices tan variados del verde al rojo y desde el blanco al amarillo con transiciones rosadas, que no los podés contar”. Es como una irregular sucesión de triángulos superpuestos y en fila, de cuyo extremo derecho brota un nuevo brazo multicolor como colocado a propósito para romper la simetría casi perfecta que tenía el cuadro. El panorama no me remite al surrealismo de Dalí sino al impresionismo de Van Gogh. En el lienzo gigante del Hornocal me parece ver esas pinceladas gruesas con que el holandés modificaba el paisaje para transmitir su propia impresión y no reproducir la realidad: en la ladera veo esas mismas imágenes temblorosas e inestables del pintor, como si las vetas zigzagueantes se movieran por el viento.
Comenzamos a bajar hacia el siguiente valle entre cardones gigantes y Esteban nos señala la meta para dar ánimos: “¿Ves esa hilera de árboles al fondo como un oasis? Ahí es la casa de Armando Liques –la última de la comunidad Hornocal– donde vamos a dormir”. En la flor fucsia de un cardón se posa un colibrí gigante, llamado cometa por su larga cola naranja con rayas negras, cabeza rubí y alas blancas (mide 20 cm). Aparece una nueva casa de adobe sin techo ni la pared de atrás, pero que no parece abandonada del todo: hay un fogón apagado con ollas que no muy viejas.
Conviviendo con los locales
Avanzamos entre grandes piedras caídas de las paredes de un antigal –“lugar donde vivían los antiguos”– que quizá tenga 500 años o más. En la parte baja del valle recargamos agua en un arroyo que caracolea a nuestro lado. Cerca del atardecer aparecen los sembradíos de los Liques y más adelante sus tres casas unidas en forma de U: el Hornocal con el peso de todos sus colores parece caérseles encima. Armando nos esperaba y sale a recibirnos con su hija y nieto: tiene 50 años y es muy conversador e hiperactivo: “Yo nací en Calete pero crecí acá, donde mamá tenía las ovejas. Tenemos una casa familiar en Calete y esta otra donde plantamos cayote, papa, arveja, maíz, habas, trigo y quinoa, a veces un poco de durazno y manzana. Lo que sobra lo vendemos”.
El sol se ha ido, el Hornocal se apagó y Armando dice: “Caminen 200 metros que ahora van a ver cómo la montaña se prende de rosado con el último sol”. Estoy muy cansado, no veo cómo el sol podría volver si no hay una sola nube que lo haya tapado, pero voy por respeto. Y en efecto: la montaña se enciende un minuto por última vez con su fulgor más rojizo por el rayo final del atardecer.
La hija de Armando ha calentado agua con leña y nos trae unos mates saborizados con rica- rica. Y su padre nos sigue pintando su mundo: “En los últimos 200 años hemos vivido acá los Mamaní. Mi abuelo Santos era repartidor de mercadería; llevaba charqui, harina, maíz y habas a las minas de Potosí y volvía con monedas de plata. Tenía su recua de burros el abuelo, era buen negociante, de los buenos; más de una semana tardaba de ida a Potosí, se iba como un mes y volvía. Esta casa tiene por lo menos 100 años; ya estaba cuando mi mamá nació (hoy tiene 87). Un temblor la agrietó el año pasado”.
Comodidades en la montaña
Estamos en una casa de montaña y no un hotel. Así y todo tenemos para elegir entre una cama de madera single con colchón, un catre de tientos de cuero –ahí dormían los padres de Armando– o cueros de oveja tendidos en el suelo de tierra de los cuartos. Hay un baño nuevo e impecable y la luz es a panel solar. La señal de teléfono no llega y se cocina en fogón y horno de barro. El agua se trae de un manantial con acequia y hay termotanque a leña.
Cenamos milanesas y vamos a dormir. A la mañana, en el tiempo que nos lleva desayunar y preparar la mochila, Armando abre un surco en la tierra, desvía agua y ya está regando su plantación. Nos despedimos y Agustín –el nietito de 3 años– habla por primera vez: “No es justo que se vayan”.
La jornada de regreso no es por el mismo camino sino en el llano, ya sin mucho esfuerzo. Es incluso refrescante porque vadeamos un arroyo más de 10 veces con el agua a las rodillas. Incluso nos bañamos en un pozón con cascada. Luego nos internamos por un gran cañadón rojizo que desemboca en otro con un gran paredón negro de piedra laja: está decorado con pinturas rupestres de antigüedad ignota con llamas amamantando y hachas dobles que se usaban en la zona.
Completamos en seis horas –muy buen tiempo según Esteban– la segunda jornada, habiendo recorrido 26 km, casi siempre de frente o de espaldas al Hornocal, que operó como una montaña tutelar manteniéndonos en movimiento constante con su enigmático influjo.
- Cuando ir: la mejor época es de marzo a noviembre. Y se puede hacer el trekking con una caravana de llamas que cargan el equipaje. Hay que llevar juego extra de zapatillas y bolsa de dormir. Organiza Latino Trekking de Esteban Gago y cuesta desde costo de el trekk de 4 días y 3 noches es de 98.000 pesos por persona (descuentos por grupo). Mail: [email protected], WhatsApp: +54 9 388 4043836.
Fotos: Graciela Ramundo.
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