Wednesday 8 de May de 2024
TURISMO | 30-12-2023 19:00

Experiencia en globo aerostático cerca de CABA

En la provincia de Buenos Aires, volar en globo es experimentar la primera tecnología que le permitió al hombre despegar los pies de la tierra. Y en Los Cardales es una alternativa posible.
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Me levanto 4 a.m. para conducir hasta Los Cardales –provincia de Buenos Aires– y saldar una deuda acarreada desde la infancia: volar en un globo aerostático y sumergirme en cuerpo y alma en dos novelas de Julio Verne (Cinco semanas en globo y La vuelta al mundo en 80 días). Las coordenadas para el encuentro me llevan a una plaza donde Carlos Alberto Niebuhr y su esposa Leticia Marqués me esperan con el globo aún desinflado, recién desenrollado sobre el pasto. Esta pareja de pilotos recorre intermitentemente Sudamérica en una globotravesía con su camioneta arrastrando una casa rodante y al globo. Regularmente regresan a Los Cardales para hacer volar turistas.


Durante los preparativos, Niebuhr me dice: “La diferencia entre un chico y un adulto es el precio de sus juguetes”. Y no es metáfora, porque los globos nunca sirvieron para viajar, sino para tramos cortos por el mero placer de contemplar un paisaje desde arriba. Una vez que despega, es imposible saber muy bien adónde va a aterrizar. El piloto estudia el clima, que le dará una vaga idea de la dirección del viento. Pero los soplidos del dios Eolo cambian todo el tiempo, así que uno se eleva y después, quien sabe. Los únicos dos comandos son subir y bajar. El resto es una incierta deriva. 

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Hace frío y la familia completa es parte de la actividad: Niebuhr piloteará pero Leticia, hijo y nuera nos darán apoyo desde tierra: nos tendrán que ir a buscar con la camioneta. Los arduos prolegómenos implican un potente ventilador que infla el globo a fogonazos con dos tanques de propano líquido. Se infla acostado y se va levantando hasta que queda como una pera invertida, alta como un edificio de 5 pisos, que tironea de la barquilla atada a la camioneta.

Empezamos a subir

Subimos a la barquilla, la de-satan y nos elevamos de un tirón repentino y silencioso hasta los 50 metros en segundos. Vamos derecho hacia una altísima antena telefónica. Pero Niebuhr tiene todo calculado y nos eleva muy rápido, dando fogonazos con rugidos de dragón. La barquilla es de liviano mimbre y, por un instante, tengo una sensación de precariedad. Error: el globo es la tecnología más segura para volar (en el fondo es un gran paracaídas). Un personaje de Verne dice: “No es probable que me interese nunca descender de prisa, sino ascender con toda presteza para salvar los obstáculos. Los peligros están abajo, no en las alturas”.

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Desde el aire veo la llanura pampeana sembrada con su mosaico de retazos cuadriculados en diversidad de verdes. Las líneas son los caminos de tierra, las acequias y los riachos. Allí dónde hay molinos, gente sale a saludanos mientras volamos 20 metros por encima de las arboledas solitarias en la inmensidad. Rozamos con la barquilla la copa de un árbol: es parte del juego.


Los animales quedan más desconcertados que los hombres. Las liebres huyen a los saltos. Los perros ladran hasta el cansancio y nos persiguen unos metros. Las vacas tardan en reaccionar: levantan la cabeza al cielo y permanecen estupefactas, hasta que una sale corriendo y las demás la siguen en estampida. Los caballos escapan de inmediato al galope.


Niebuhr estabiliza el vuelo a 50 metros de altura: más alto, dejaríamos de interactuar con el entorno terrestre. Tomamos mate y el piloto va dando fogonazos regulares para mantener la altura. El vuelo continúa apacible, sin sobresaltos. Y Niebuhr –también piloto de planeadores– dice que la sensación de viajar en globo se parece más a la idea de flotar que a la de volar. Luego de 40 minutos de travesía plácida –6 km–, nuestro capitán busca un sembradío en desuso para aterrizar: no hay ninguno a la vista. Opta por los jardines de un barrio cerrado. El aterrizaje es un poco aparatoso: rozamos el suelo, la barquilla se arrastra unos metros y se voltea. Quedamos horizontales, bien sujetados de las sogas.

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El equipo de apoyo tarda media hora en llegar. Aparece la familia completa y ahora comienza el trabajo de desinflar y doblar la vela de la nave. A Niebuhr casi siempre lo reciben bien cuando cae en algún lugar privado. Una vez, en Ecuador, descendió en una aldea indígena y se acercó a recibirlo una anciana que lo abrazó emocionada, mirándolo con tremendo asombro: “Yo sentí que me miraba como miraría ella a una deidad del cielos”.

“Sí, quiero” en la altura

Niebuhr ofrece el servicio de casarse en globo, como lo hizo él mismo con Leticia: “Los novios siempre quieren llegar en globo a la fiesta, pero es más sencillo partir”. A Carlos y Leticia los casó un piloto amigo oficiando de juez: “Según las leyes de aeronavegación, en el aire el comandante de una nave tiene las atribuciones de los tres poderes del Estado, incluyendo el Judicial. De todas formas, después mejoramos el trámite en un juzgado bien asentado en el suelo”. Todavía hay algunos románticos que sacan por sorpresa un anillo de casamiento y se lo ofrecen a su enamorada, casi compelida a decir que “sí”. Uno la trajo vendada y una vez en el aire, le soltó el nudo y en medio del shock, le puso el anillo.

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Con el globo ya convertido en una alfombra arrugada sobre el pasto, el piloto señala la barquilla: “es una Ultramagic española, una marca creada por los hermanos Josep y Carles Llado, famosos por cruzar el África en 1980 en una expedición de 11 meses con 40 vuelos entre Zanzíbar y Zaire, como en la novela de Verne”. Claro que con más tecnologías y apoyo terrestre.

Me llevan en la camioneta a buscar el auto y trazo mentalmente una equis en otra casilla más del “debe” en mi vida. Hemos jugado con un juguete gigante, un objeto “mágico”, el primero en la historia que, hace 240 años le permitió al hombre elevarse sobre la tierra y tener la mirada de Dios.

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Julián Varsavsky

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