Segundo día de temporada. El Traful, ese río tan mío como ajeno, se debate como una indómita serpiente, cubierta por miles de escamas marfil y esmeralda. Ato una rabbit tostada, aprieto el líder con dos canicas de plomo e ingreso al pool de La Curva con los mimbres arañándome la espalda. Peino el agua con una técnica recién aprendida: el high stick; libero algo de línea para lograr un swing natural, y recojo la mosca con pulsos suaves. Una decena de intentos similares y me sorprende el ansiado pique.
Relatos a cielo abierto: El fotógrafo y el mar
Así empieza la nueva edición de Relatos a cielo abierto, te invitamos a escucharla por Radio Perfil.
Salta, corre y se debate en mil trucos para liberarse del gancho que lo empuja hacia el abismo del aire. Ya cansado, lo tomo del pedúnculo caudal y extasiado por la pureza de sus formas, no puedo dejar de observarlo. Cuerpo cilíndrico y estilizado, cabeza pequeña y una cola escotada propia de un pez del doble de su tamaño. Se trata de un pequeño macho de Salmo Salar Sebago, como de un kilo, réplica exacta de sus gigantescos primos marinos del hemisferio Norte.
Relatos a cielo abierto: la hija mayor
No caben dudas. Un sobreviviente de una dinastía en regresión, que por la ironía del hombre desparrama sus genes a diez mil kilómetros de sus aguas natales. Lo devuelvo. Tres arco iris medianas me hacen ilusionar otra vez, mientras termino la pasada con un salmón hembra, unos 300 gramos más pesada.
Relatos a cielo abierto: contar una foto
Embelesado, pienso en la miel de dos salmones bajo la manga, en las duras aguas del Traful Inferior. Mi mente se fuga del cuerpo. Regreso a mi adolescencia y releo mentalmente por quintajésima vez ese capítulo de “Nací pescador”, donde Donovan daba rienda suelta a su vigorosa narrativa tras los salmones. Peces enormes, historias hoy casi irreales, y pescadores mitológicos viviendo nuestros más alocados sueños de pesca.
Relatos a cielo abierto: El Magnífico
Lo veo a Jorge posando orgulloso con un par de Salares gigantes, y me observo disfrutando de mi humilde suerte, en un pedazo perdido de lo poco público que aún le queda a este río. Es indudable que por dinero, por tiempo o por un tesoro viviente que se esfuma, existen miles de vidas que nunca viviremos.
Vuelvo al río y empiezo una nueva pasada treinta metros más arriba que la anterior. Al tercer intento, un enérgico tirón detiene a mi mosca y la línea sale despedida, precediendo un salto atlético. -¡Carajo! –me dije-. ¡Qué buen salmón! Consternado por mi suerte, empiezo a trabajar la línea como si en lugar de un pez, pendiera del tippet una maleta con todos los sueldos del resto de mi vida. Mi Salar se acerca hasta casi tocarme y revienta, mojándome, la superficie del agua. Grueso como un muslo, resulta el doble de lo calculado. Pienso en el tippet de 0,20 mm que vengo usando toda la mañana sin cambiarlo; pienso también, en mi caña cuatro, en el pez de mi vida, y en un río salvando el abrupto desnivel como animal salvaje.
-Es una causa perdida- pensé, -pero agradecí estar allí aunque sea para vivirlo-. Quedan cincuenta metros de relativa calma, antes del comienzo de una corredera sin esperanzas. Tras veinte minutos de ceder nylon con cuentagotas, el salmón, por fin, me gana la “cuerda”.
“Ahora sí que estás jodido”, grité. Y no me quedó otra opción que empezar a correr. Fueron 500 metros de persecución, con resbaladas y magullones varios; otros treinta minutos de pelea en los que, perdido por perdido, con una furia que me había limpiado casi todo el backing, no hubo más remedio que nadar un par de veces. Ese animal formidable jugó todas sus tretas, tratando de quitarse el acero del hocico como un tigre en llamas. La astucia de una marrón grande y mañosa, con el vértigo de una arco iris venida desde mar.
Empapado y calado hasta los huesos, con la caña al límite de la explosión, aguanto dos nuevos saltos y el salmón se vara milagrosamente en la arena. Definitivamente, había tenido demasiada suerte, y tal vez, más que la merecida. Tomé el tiempo de lucha: casi una hora. Mi hembra de salmón quedó reposando sola en el remanso playo de la orilla. Setenta centímetros clavados y una circunferencia que ya olvidé, pero que daba cuatro kilos y centavos. Debido al largo tiempo de lucha, temí por su vida; cuán grande fue mi felicidad al comprobar que recobraba el control de su cuerpo con absoluta normalidad.
Para cuando se perdió en la azulina junta del Cuyin Manzano, tuve la convicción instantánea de haber vivido un momento excepcional, de haber capturado el pez que más me conmovería en la vida.
Pasados once años, el tiempo me lo confirma cada día, con cada pez que toco, irremediablemente.
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