Thursday 5 de December de 2024
PESCA | 06-03-2021 16:00

Relatos a cielo abierto: contar una foto

Un instante de la infancia congelado en una imagen en blanco y negro. El autor revela la emoción de ese momento y de recuperarlo 40 años después y casi por sorpresa.

Descubrir y detallar el camino  de esta imagen, es celebrar un reencuentro con mi niñez más lejana. Un fragmento de papel emulsionado y convertido en el espejo de ilusiones infantiles, me genera este relato de ensueños y pleamares. Con motivo de un concurso de pesca para pibes, alguien, con voluntad archivista, congeló las sonrisas de una pandilla pescadora, que blandía sus cañas como arponeros de historieta. Era en el muelle de Mar de Ajó, y en el verano del '69.

Así empieza la nueva edición de Relatos a cielo abiertote invitamos a escucharla por Radio Perfil.

Por la misma pasión que me vincula con la pesca y la fotografía, rescaté esta foto de todas las mudanzas y todos los olvidos. Antes de la era digital, los métodos de registro y conservación de “un instante” eran una cuidadosa sucesión de pasos que, quienes no intimaron con el celuloide, hoy no pueden percibir ni realmente  comprender. Esa captura de un momento excepcional era un objeto de culto y devoción. Sobre el álbum evocábamos, reíamos y amábamos. El perfume de un retrato que llegara por correo justificaba el contacto de los labios y el papel. Nada de aquello generaba archivos ni se medía por bytes, sino más bien, era un talismán de márgenes blancos, como lo fue aquella foto para mí, desde ese día y para siempre.

Por más de treinta febreros los buenos momentos arrimaron a la orilla, para alejarse y volver como imitando a las olas. Intervalos como treguas, entre largos períodos de estudio y de trabajo, todos los veranos siempre allí, la barra de las vacaciones renovaba la propuesta con euforia adolescente.

La mañana era el momento de desafiar la marea; la siesta, en cambio, relegaba perezosa cualquier presunción deportiva, para entregarse a la charla, la lectura y el sosiego. Al atardecer o a “la hora mágica” como, entre otros, sostenemos los fotógrafos, el romanticismo se apoderaba dócilmente de la escena. Las cuerdas y las canciones, como testigos del sol derramado entre los médanos. Días que moldearon las almas y los cuerpos porque fueron tan así, fundacionales y únicos, para todos los sentidos.

Suelo ensayar un ejercicio de memoria arribando siempre a una rara pero feliz conclusión: que todo lo que me apasiona lo aprendí, lo descubrí o, simplemente, lo experimenté por primera vez estando cerca del mar, como un ámbito naturalmente propicio para el encanto y la fascinación.

Cada jornada era una celebración y al concluir, tal vez de madrugada, yo emprendía aquello en lo que no coincidía  del todo con el clan. En una revelación temprana con algo de secreta, yo preparaba mi equipo y me encaminaba a pescar. Amanecía en el morro del muelle de Mar de Ajó y en soledad, estremecido por el tronar de las olas contra los pilotes y la inmediata quietud, sentía que la naturaleza me abrazaba y que la vida misma se evidenciaba ante mis ojos. Tal vez allí también, no lo recuerdo, fue que empecé de a poco a creer, en serio, en Dios.

Todas las etapas se fueron sucediendo y ninguna me hizo olvidar de Mar de Ajó. El malecón se extendió hasta zonas más profundas, llegando así a conquistar la segunda canaleta; pero mis visitas a ese pueblo se fueron espaciando por muy variadas razones.

Llegó ese día tan temido en que debimos desprendernos de la casa de la playa; mi padre se mostró aliviado, pero mi madre lloró. Me aboqué a la tarea de recuperar algunos elementos que no formaban parte del mobiliario acordado; viejos libros subrayados con desprolijidad playera, mi primera caja de pesca, y una araña que mi abuela cargó desde Andalucía, motivaron un viaje final, que emprendí en mi auto, solo, y envuelto por la aflicción. Tomé fotografías de esquinas céntricas que siempre había ignorado y de aquel Cristo de Santa Margarita, cuya mano derecha, yo recordaba, sujetaba un clavo, aun fuera de la cruz.

Para mi último adiós al muelle me tomé todo mi tiempo y acorté mis pasos como quien busca en la oscuridad lo que no quiere encontrar. Como un polizón en un barco a la nostalgia, irrumpí en una sala frente a la guardia a donde, en calidad de pescador local, yo jamás había ingresado. Siempre la imaginé reservada para las autoridades y los socios ilustres, en la que no habría nada reconocible para mí. Una mesa de pool un poco impropia, y detrás de ella, una pared de miradas pioneras de quienes, sospeché, serían recordados fundadores de aquella institución. Pero entre próceres monocromos y ocasos descoloridos, se encontraba lo que nunca esperaba descubrir: había allí, enmarcada y colgada, una gran copia de aquella tan venerada fotografía de mi infancia.

Lo asumí entonces como un suceso para la vida del club, y yo había estado allí, formando parte de todo aquello. Centinela en blanco y negro, con mi pullover de rombos y mi caña de coligüe, soportando los inviernos sin que yo lo sospechara. Pareció que me esperaba porque al tiempo, volví por trabajo a ese club, y en una renovación impasible, alguien  ya la había quitado de aquel muro.

Por estos días, mi actividad en esta revista me acerca otra vez a ese muelle, y reconstruyo esta historia. Observo en silencio a los pescadores y me pregunto si entre todos  ellos habrá  algún  pescadorcito de aquella fotografía.

Me descubro pendiente de un pique, 40 años más tarde, y trato de retornar el tiempo atrás pero enseguida, mi mirada encuentra a un pibe que, risueño, levanta un pescadito y vuelvo a comprender por qué estamos allí.

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Juan Ferrari

Juan Ferrari

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