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PESCA | 26-02-2022 14:00

Relatos a cielo abierto: El otro Guazú

Torcer el curso del destino como el cauce de un río, tener la voluntad de intervenirlo, pero el tiempo, tarde o temprano, hará su trabajo. Así lo dice Rodolfo Perri.

Se le atribuye a José Luis Borges esta frase tan mordaz y certera como muchas de las suyas:

“El tiempo, -dijo, ese invento de los hombres”.

Acorde a esa verdadera proposición, a quienes vivimos casi de la permanente contemplación de la naturaleza y del contacto físico con sus manifestaciones, el solo hecho de recorrer escenarios vastos y plenos, sin posibilidad alguna de multitudes y sí, en cambio, de efectos y matices constantemente renovados, lo de “invento” nos resulta un tanto aventurado. Terminamos por aceptar que cada cambio es una dimensión de ese tiempo. Y en esa forma Natura se encarga, simplemente, y sin ceremonias, de ubicarnos en nuestra dimensión diminuta y fugaz.

Así empieza la nueva edición de Relatos a cielo abierto, te invitamos a escucharla por Radio Perfil.

Ocurren cosas, cataclismos, variantes del hombre que a veces son soportadas por el medio ambiente y otras borradas, sin previo aviso, de un solo manotón sideral. A veces parece realmente una advertencia.

Tal el caso de los grandes hijos de montaña que se vuelcan, siglo tras siglo, en el mar, los ríos mayores; el Paraná, para situarnos mejor.

Los pescadores tenemos un diálogo permanente con ese “primogénito ilustre del océano”, como alguna vez lo llamó Olegario Andrade (entrerriano, para mayor coincidencia). Ya desde nuestra infancia, hablar del Paraná nos sonaba a leyenda. Las grandes capturas, los viajes interminables por las islas. Adolescentes aún, tuvimos la suerte de conocerlo y conversar con él, desde la vieja borda del “Seguí”, aquel rastreador minador, reliquia de la armada imperial teutona, que alguna vez fue donado como pontón al Club de Pescadores.

La lancha desde Campana tardaba casi dos horas. Ir al Guazú era, entonces, un desafío. Pero la tecnología y la explosión demográfica acortaron distancias: aparecieron las balsas, los tramos de camino de ripio. Pronto pudimos llegar, con trasbordos, hasta esa zona ignota en automóvil. Por último, el camino de hierro y hormigón, la autopista, y el puente, tan descomunal.

Es curioso. Hasta la terminación de los puentes del complejo Zárate-Brazo Largo, el Guazú mantuvo siempre su condición de indomable. Cuando sopla del sudeste, por ejemplo, es capaz de oleajes más que respetables, y de implacables crecidas. Pero, el puente es como un cinturón, que le obliga a llevar el progreso, es decir, el hombre.

Hace pocos días, tuve la oportunidad de descubrir hasta dónde llega esa acción humana, y por dónde se mantiene esa condición indómita, ese misterio de las fuerzas naturales.

Fuimos con dos jóvenes correligionarios hasta la margen izquierda. Cerca del puente armamos un bote inflable y nos lanzamos en pos de los dorados, que hoy, regalo inesperado, reaparecieron, impensadamente, en toda la Cuenca del Plata.

Estos hermanos y yo descendimos por el gran río, en busca del milagro con escamas de oro y plata. En todos los lugares elegidos concretamos capturas. Promediaba la jornada y al menor de ellos se le ocurrió una variante: sin consulta, simplemente nos llevó hasta debajo del puente. Los pilares, suerte de laderas geométricas de una montaña irreal, presentan del lado de la corriente, varios enormes bloques de contención de las aguas, para evitar, así, desgastes prematuros de las estructuras de hormigón. El conjunto configura un escenario absolutamente fantástico. Allí el río se transforma; vuelve, desde no sé dónde, esa fuerza misteriosa, esa razón de ser indescifrable. La corriente se revuelca y retrocede, pero luego avanza por masas imponentes en un hervor indescriptible. Los remolinos tienen una apariencia, a veces, casi siniestra. Se comprende que, de caer en uno ellos, lo único posible es contener el aire y permitir que nos maneje y transporte donde quiera. Allí, el invencible río continúa intacto.

Y en ese preciso lugar, como colofón a tono con todo ese entorno, estaban los dorados. Del fondo de la turbulencia aparecieron dos, tres, cinco de ellos, no sé cuántos, pero llegaron en pos de nuestros señuelos. Ellos se mantenían en plena convulsión líquida, a la espera de los peces menores, sorprendidos por la furia de las aguas contenidas a medias, claro, por el hombre.

Cada pique fue una lucha homérica, por ambas partes y sin cuartel. Entre las innumerables emociones, cobramos uno, de cuya boca sobresalía, entera, la cola de una boga. La avidez, el instinto de caza del pez orgullo de nuestros ríos, se puso en evidencia. Con sumo cuidado, retiramos el anzuelo triple y devolvimos al agua al luchador, que recobró su libertad con imponente coletazo.

Él y su río juntos en un eterno diálogo. Nosotros, bastante más lejos en espacio y tamaño.

Y en “tiempo”, ese invento de los hombres.

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Juan Ferrari

Juan Ferrari

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