Mi amigo Luis es cazador. Más que eso, nació cazador. Padre y abuelo se encargaron de llevarlo por los potreros alguna vez repletos de perdices, por Cañuelas, San Antonio de Areco y Magdalena. Siempre con la escopeta de doble caño, italiana, de gatillos afuera. Un cañón que le sirvió de escuela hasta que, por las suyas, fue adquiriendo otras, modernas y costosas, hasta llegar a una respetable colección.
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Pero repito, Luis es cazador. Y sin embargo, nuestras charlas periódicas pero infaltables en un negocio de pesca, se refieren siempre a sus hazañas y hallazgos caña en mano. Puede ser por cierta resistencia a las grandes caminatas o a los apostaderos en plena helada; quizás a mojarse los pies en los cañadones de escarcha en busca de patos. Lo cierto es que hace rato ya que Luis me trae solo escenas de pesca desde su notable memoria. A veces, refugiado en mi propia senectud, trato de hallar explicación a ese abandono que él hizo del culto a Diana; culto que yo mismo, siendo bastante mayor que él, aún no he dejado del todo.
Muchas fueron las causas expuestas. Preferí la última, que tiene algo de épico, de leyenda, de esfuerzo poco común; que tiene sabor a victoria y, a la vez, apoya la llamada “teoría de los momentos” que señala la calidad absoluta de un instante, para tipificar u ordenar una narración completa, con principio, fin y desenlace incluidos. Sea derrota o victoria, el momento vivido define, por sí solo, una etapa en nuestra vida. Si tiene proyección en tiempo y número de personajes, y si uno de ellos es el tema principal, el momento se trasladará a la historia y allí permanecerá.
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Leónidas fue el derrotado de las Termópilas pero se lo seguirá recordando en los siglos venideros. No así al general persa que lo venció. Luis me relató, cierta vez, el episodio que hizo de él un entusiasta pescador; tanto que hoy es el principal deporte que practica al aire libre. Y dijo:
“Muchos años atrás, de manera fortuita, contemplé a un vecino de Punta Mogotes quien, con una lata, un poco de piola, una plomada y un anzuelo, sacaba corvinas y pescadillas desde la playa, entonces un simple talud que ofrecía bastante profundidad cerca de la orilla. La escena me quedó grabada y ya en la ciudad, en su parte céntrica, pude hacerme de 100 metros de nylon grueso, una plomada mediana y un anzuelo de tamaño exagerado, como para tiburones. Así armado acompañé a mis primos y sus amigos hasta una playa cómoda de la zona de Punta Médanos, en busca de emociones fuertes. Había cazones grandes y no lo dudé un instante. Con una tabla en lugar de la lata, afinada en una punta para clavarla en la arena, me sumé a la tropa.
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Varios intentaron la pesca pero también hubo asado, buen vino, música y descanso tumbados sobre la arena. Mi simple y humilde equipo estaba en su lugar; mi carnada, a unos cuarenta metros, consistía en un filete de magrú sujetado con hilo de cobre, como se hacía entonces.
A media tarde, la ausencia de pique, aún en los modernos equipos de mis compañeros, y un cielo plomizo y amenazante, fueron influyendo en el ánimo de todos. El hospedaje estaba ahí nomás y la digestión laboriosa empujaba al grupo a buscar refugio. Finalmente quedamos el más joven de mis primos y yo.
Hacía rato que no miraba mi aparejo, cuando de pronto nos alcanzó la primera ráfaga de viento fuerte y, un instante después, una copiosa lluvia. Comencé a cobrar la línea, y en la tercera brazada, quedó como clavada al fondo.
“Debe haber una piedra” - me animé a decir-.
“No, ni en broma. Acá no hay tosca ni a cien metros de la orilla” -aseguró mi primo- y casi inmediatamente, agregó entusiasmado:
“Ahí tenés algo, y es algo grande”.
Así era, en efecto. En el otro extremo, algo vivo y encolerizado, pugnaba por escapar del metal lacerante. Debí recurrir a toda mi energía, mientras el monofilamento grueso me lastimaba las manos y se escurría de a poco, arrastrándome hasta el agua. La lluvia nos envolvió por completo, y lo único que quedaba era tratar de vencer en aquella batalla desatada. Los tirones de la bestia se alternaban con corridas laterales. No sé cuántas veces pasé y volví por el mismo lugar y cuando ya me encontraba a buena distancia de la estaca, también yo en el límite de mis fuerzas, pude, poco a poco, acercar a mi presa hasta la primera rompiente. Allí, en poco más de 50 centímetros de agua, por fin desentrañé el misterio. Una raya enorme, como una rueda de carro parda con lunares rosados se limitaba a intentar débiles aletazos y agitaba su cola corta, armada de una temible chuza.
En pocos minutos el temporal ya amainaba, como sucede en verano, y dentro de mí se sucedían los huracanes de satisfacción. Era mi primera victoria de pesca y con un ejemplar de tamaño excepcional. Mi primo, entre tanto, había corrido a la hostería y regresado con el resto del grupo trayendo una caña larga y gruesa. Al colgarla, calculamos que pesaba más de 20 kg, que esa misma noche se transformaron en una pirámide de milanesas que degustaron todos los pasajeros.
Esa fue mi iniciación. Sucedieron después, y por fortuna, otras capturas; y así me hice pescador formal.
Pero de aquella lucha casi sin testigos y aquella victoria, de la violencia de la tormenta y mi accionar obstinado, yo soy el único depositario.
El momento sin medida en el tiempo, ni en el espacio.”
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