El rastreador minador “Seguí”, de la Armada Nacional, fue un rezago de la Segunda Guerra Mundial, que cumplió funciones de patrullero en nuestro vasto litoral marítimo; integró lo que se llamó la “Flota de Prevención”, entre dos hecatombes mundiales que, como siempre ocurrió, diseminaron conceptos y principios violentos en todo el globo. Para entonces aún se hablaba de súper acorazados de treinta o cuarenta mil toneladas, de cruceros pesados, medianos y ligeros, de destructores.
Ante esos colosos, el pequeño Seguí” (así su nombre por Juan Francisco Seguí, redactor del Pronunciamiento de Urquiza, de 1851), cumplió con su cometido hasta ser retirado del servicio, en una de tantas modernizaciones de la flota. Rescatado de su amarra de desguace, el barco fue ofrecido al Club de Pescadores de Buenos Aires, para su utilización como hotel flotante, en el anexo que el club ya poseía en el Paraná Guazú.
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El hecho simple, pero no trivial, de su traslado desde Rió Santiago hasta el nuevo fondeadero, dio lugar a una aventura, hoy casi leyenda, vivida a bordo de la nave por los dos o tres socios que la acompañaron en el viaje a cargo de un remolcador de la misma flota.
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Para entonces, lo del buque de guerra convertido en hotel nos sonaba a cuento a los muchos socios jóvenes de la entidad, que ya había alcanzado el medio siglo de desarrollo, y que por estos días, ha cumplido sus fructíferos primeros cien años.
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Recibí la invitación y ese mismo fin de semana concurrí, con mi hermano, a ver la nueva adquisición. Viaje en lancha Galofré desde Campana, y arribo sin inconvenientes al costado del barco. Buena pesca y mejor cena, y en la inevitable sobremesa, nuestro anfitrión, Don Eugenio, se refirió al remolque, y a un hecho, hasta entonces, desconocido por todos. Ocurrió que la marcha, obligadamente lenta, con corriente en contra y una sucesión de bancos y restingas de alevosas toscas, cubrió un tiempo bastante mayor que el previsto. Y así, casi a través de Martín García, se hizo la noche, bastante oscura al decir de nuestro informante. Los tripulantes del remolcador establecieron las guardias y en el “Seguí” todo era novedad. Por su parte, el marinero que había quedado destacado a bordo para la maniobra, distrajo un poco su atención para preparar la cena y el resto, los socios del club que compartían el viaje, se dispuso a pasar la noche lo mejor posible, para lo cual ya habían habilitado uno de los camarotes de la oficialidad. Lo cierto es que un Nordeste bastante fresco comenzó a soplar y el río, allí de más de 40 km de ancho, se rizó, con el consiguiente balanceo. Para los civiles todo era normal, por eso, cuando el marinero asomó la cabeza desde la cocina y lanzó aquel alarido, les resultó inesperado. El hombre comenzó a agitar frenético el badajo de la campana de popa, mientras gritaba: -¡Linternas, hagan fuego! ¡Estamos a la deriva!
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Había ocurrido que en uno de los cambios de rumbo, el cabo de remolque se había cortado. El rastreador, sin máquina, quedó entonces al garete; y el viento y la corriente comenzaron su obra siniestra de empujarlo hacia los bajos. En el remolcador, al parecer, recién advirtieron el hecho cuando divisaron los pantallazos de las linternas y escucharon lejanamente la campana. Por fin el marinero, que resultó el héroe de la maniobra, optó por soltar el ancla de proa en el intento de detener la marcha errátil de la nave. Por fortuna para todos, allí el fondo era de arena, y el barco en lastre, no opuso resistencia para quedarse en la zona profunda. La maniobra de recuperación, muy parecida, en otra escala, a la de “hombre al agua” se pudo llevar a cabo sin inconvenientes mayores. Repuesto el cabo y revisado nuevamente en toda su extensión, dos horas más tarde se reanudaba la marcha, embocaban el Guazú y seguían hasta la boca del Brazo Largo, punto final del viaje.
Mis compañeros de aventura, que se habían preparado para degustar un suculento bife a caballo, perdieron el apetito, y permanecieron, bien atentos, en la proa de la nave hasta llegar a destino.
Muchos años el “Seguí” sirvió a las mil maravillas en su destino pacífico, familiar y deportivo. Pero el tiempo cumplió inexorable su obra disolvente y creó una insidiosa vía de agua en su sólido casco de acero. Se reparó en varias oportunidades con oportunas soldaduras, pero cierta vez, la vía de agua se advirtió demasiado tarde.
Hoy el “Seguí” descansa para siempre en medio del canal, a unos 40 metros de profundidad, víctima de un descuido que no pudo ser corregido, y seguramente, de la ausencia de algún marinero, que a tiempo tomara la decisión correcta, y ejecutara la maniobra precisa.
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