El padre de los Pamperos, con enormes nubes algodonosas que cambiaban de forma constantemente, semejando a veces yunques y otras, frondosas arboledas, se acercaba implacable desde el Oeste. Superada la aprehensión inicial, tirarse sobre la cubierta a observar las mil y una máscaras con que el frente se viste, resulta una experiencia inigualable. Con los miedos llega el crepúsculo y después, la noche, y es en esos momentos, en que la danza del cielo es magnífica. La imaginación vuela y las nubes, atravesadas por los rayos del sol, descubren nuevas dimensiones de espacio y de color. Tres frentes más, desde los tres restantes puntos cardinales, se acercaban hacia la vieja goleta Carumbé.
Relatos a cielo abierto: Tributo al Rey
Así empieza la nueva edición de Relatos a cielo abierto, te invitamos a escucharla por Radio Perfil.
Habíamos salido de la ría del Tuyú, un día nublado y lluvioso, de esos que dan solo para mate y tortas fritas. Después de cruzar la bahía a motor, la segunda noche estábamos frente a Punta Indio. No recuerdo de qué cuadrante era la brisa muy suave que nos permitía apenas vencer el fluir constante del Plata, y con todo el paño: foque, trinquetilla, fisherman, cuchilla y mayor, la goleta, la vieja Carumbé, nos acunaba a los cuatro, ajena al desatado desenfreno celeste.
Los otros dos eran Aurora y Daniel. Aurora había viajado engañada, pensando que la goleta tenía, tal vez por su registro, algún parentesco con los yates del estuario. Ya en la Tapera de López no pudo arrepentirse, cuando Daniel le alcanzó la tostadora hecha con la tapa de una lata de aceite de 4 litros, de esas que el “doble U, F” consumía a la par de la nafta, como un enfermo crónico y grave que ha decidido llevar el vicio hasta donde llegue el cuerpo. Daniel, en cambio, era un viejo amigo del amarradero en la boca del Riachuelo. Hombre de San Telmo, se sentía a gusto en la vereda sur de la calle Pedro de Mendoza. Estaba aprendiendo a navegar y no podía entender que la cosa fuera de salir tres horas, con estricto traje de agua y chaleco salvavidas, a dar vueltas frente al Yacht. Daniel hablaba de Conrad, de Hemingway, y decía que navegar debía ser otra cosa.
Relatos a cielo abierto: El fotógrafo y el mar
Con tanta nube, la noche se hizo cerradísima; no se veían las bóvedas de La Plata ni de Montevideo. Las centellas cruzaban el horizonte como látigos de fuego y cada tanto, gigantescas columnas de lava se derramaban desde los volcanes hasta el mar. El cielo se ponía azul, azul de día, y luego, cuando parecía volver la noche, llegaba el estruendo de la erupción.
Relatos a cielo abierto: la hija mayor
Pasado ya el límite de la prudencia, aferramos la fisherman y la mayor, pero con los foques, el barco aún rolaba sin camino. Decidimos fondear, preparar una buena cena y que el temporal nos llegase sin tantos sobresaltos.
Relatos a cielo abierto: El Magnífico
Fue un guiso marinero, repetido varias veces, del mismo modo que el Titarelli tinto. A los postres y en cubierta, filosofábamos esperando el choque de esos cuatro frentes justo ahí, encima nuestro, en el único pedazo de río que aún conservaba una ventana con estrellas.
Daniel y Aurora durmieron el sueño de los inocentes, descansando en mi tranquilidad y yo, confiaba en la Danfor de doce kilos, con 60 metros de línea de fondeo, para cuatro de profundidad. No rezaba, porque ya había aprendido a acordarme de cuando está todo bien, de cuando amanece; cuando vemos el faro, y cuando Mariana sonríe. Y cuando está todo mal, hay que aguantárselas, porque al mar, vinimos por gusto.
Al aclarar, la proa se presentaba al NE y las olas pasaban la cabina de la Carumbé. A pesar de la línea larga, el fraile se estremecía con los tirones del ancla. Como siempre, luego vino la calma, y el río quedó planchado.
A motor y penosamente, reanudamos la travesía. Las reservas de nafta y aceite disminuyeron con el día; y los “fósforos” de La Plata parecían el final del arco iris. No llegábamos más.
Cerca de la medianoche se empezó a levantar niebla, y por tabla, comprobamos que la corriente en contra seguiría aumentando. Pegados a la costa, para evitar la zona de mayor caudal, estuvimos casi a punto de vararnos. Un rato más tarde, arrojamos al agua el último resto del tinto, invocando al viejito Macchiavello, perdido en la bahía unos años antes, y le pedimos que el combustible nos alcanzara; porque después de haberlo medido cada hora, racionalmente no sería posible. No le quisimos pedir al “Loco” Salaberry, que un mes antes había zarpado de regreso en solitario desde Malvinas, con la esperanza de que todavía estuviera de este lado.
Bruma cerrada, y las farolas que no se veían, tampoco los “fósforos”, ni los barcos de rada. El ronroneo del motor y el ruido del agua contra el casco, aparecían tan lejanos como el Faro de San Clemente.
Faltaba muy poco para que amaneciera, y en eso Daniel me dijo:
-“Creo que en el temporal de la otra noche nos morimos, y nos tocó el infierno de navegar y navegar y jamás llegar a puerto”.
Con la luz arribamos a La Plata y apuramos el regreso a casa en micro.
Aún hoy, nos preguntamos, si nuestro viaje terminó, o aún vivimos en una eterna fantasía.
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