A quienes conformamos la tímida generación del 50, que hoy ya superó el medio siglo, Herman Melville nos envió una suerte de herencia o mensaje con su “Moby Dick”, la ballena inalcanzable. Hay, en ese libro, que con otros pocos hoy sigue acompañando mis vigilias desde mi mesa luz, un propósito múltiple, según mi humilde opinión.
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Así empieza la nueva edición de Relatos a cielo abierto, te invitamos a escucharla por Radio Perfil.
El capitán Ahab es un héroe griego envilecido por su afán de venganza; el Pequod es un reflejo pequeño y completo del escenario humano y la ballena inalcanzable, es el ejemplo y la reprimenda para cada generación. Es brutal, también en su energía y su libertad. Su dentadura homérica puede partir en dos a un bote de remos. En su medio ambiente no tiene enemigos que se le conozcan y para cerrar el enigma, no es una ballena sino un cachalote; pero es tan implacable como su antagonista, el trasnochado capitán errante.
En un paralelo que agradezco a un amigo y compañero de aventuras piscatorias en Playa Honda, me enteré de una lucha mucho más breve pero tan aleccionadora como la de Melville. Algo que Luis presenció durante unas breves vacaciones en Puerto Madryn, dedicadas especialmente a acunar a un milagro repetido, su última nieta.
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Cierta tarde recurrió a un sistema de descanso infalible, vagar por la orilla del mar, tan desierta como puede ser la punta Sur del Golfo Nuevo. Un amigo circunstancial lo acompañaba, ducho en la zona, por ser vecino de Madryn desde decenios. Al llegar a la orilla, poco profunda pero bastante rocosa, el hombre de golpe lo detuvo y dijo:
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- “No se mueva, no avance, vamos a ver una batalla, que muy pocas veces ocurre ante los ojos de los seres humanos”.
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Y señaló ansioso con el brazo, hacia el mar y no muy lejos de la orilla.
Luis no pudo sino obedecer la perentoria orden y al principio solo distinguió un enorme borbollón de espuma a no más de 50 metros de la playa rocosa. El fragor de la rompiente cubría todo otro sonido. Instantes después, un lomo de brillo metálico emergió lento y poderoso entre las olas y un chorro largo marcó la respiración titánica. Una ballena, común en esas latitudes para esta época del año, se deslizaba, curiosamente, demasiado cerca de la costa. Luis inquirió con la mirada una explicación a ese pretendido error de la ballena, de aquellas llamadas “Francas”, o sea, de las mayores en su género. El amigo solo repitió el gesto con su brazo, pero ahora apuntando mar adentro. Varias aletas enhiestas avanzaban como en formación y en decidido rumbo al enorme cetáceo.
-“Orcas, las tan temidas orcas. La van a varar y después se van a dar el gran banquete”, simplificó, como una sentencia, el ocasional guía.
La maniobra, mientras tanto, se cumplió con exactitud. Las orcas, bien organizadas, avanzaron sobre su presa, colosal mamífero que al parecer no había advertido a sus peligrosos congéneres. Lo cierto, me relató Luis, es que varias de las orcas llegaron al flanco del mastodonte y le aplicaron, a hocico limpio, los primeros topetazos, y alcanzaron a desplazar algo a la bestia en dirección a la orilla. Se reemplazaban en el esfuerzo y no le daban tregua. Por último, la ballena pareció advertir el peligro o bien, me señaló, había llegado a un sector más ventajoso para ella. Fue entonces que cambió el rumbo y se internó decenas de metros mar adentro. De pronto, todo se resolvió con la misma rapidez y síntesis que a veces tienen las tragedias. La ballena se hundió vertical y solo quedó su cola, increíble en dimensión y fuerza, muy cerca de las dos de las orcas que más se habían arriesgado. Entonces sí, se interrumpió el silencio con un golpe sobre el agua que semejó una explosión. La cola cayó cenital e inexorable sobre las dos orcas y allí se terminó la contienda.
La ballena siguió sumergida su viaje a alta mar y las dos orcas quedaron revolcándose, al parecer mal heridas, cerca de las rocas. El resto de la jauría se alejó con aparente indiferencia, sacudiéndose las briznas de la aleccionadora derrota. No hubo muertos esta vez, pero sí heridos.
-“Las orcas se reponen fácilmente; estas dos se van a curar en el golfo San José, vecino y de aguas tranquilas”, agregó el guía, satisfecho por el espectáculo brindado al visitante.
Lejos ya, en días y en distancias, Luis me confesaba en la mesa del café de nuestros recuerdos y nuestros proyectos:
-“La escena me sigue ocupando la mente y me la repito con íntimo deleite. De las dos batallas, la de Moby Dick y la de la ballena Franca, me quedo con esta última, menos cruel, pero no menos profunda”.
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