Unos meses antes de comenzar éste viaje, en Buenos Aires me topé con una revista que hablaba sobre montañismo en México. Es así como fui profundizando en el tema y me enteré de que las posibilidades de ascensos eran muy variadas y desafiantes. De esa manera, mi paso por ese país iba a focalizarse en algunos desafíos de altura.
Tras alguna que otra indagación sobre programas de montaña, me decidí por uno que apuntaba a hacer tres picos en el término de nueve días, cosa que yo extendí debido a que mi tiempo en México era holgado. El programa apuntaba a ascender el Nevado de Toluca (4.700 m), el Iztaccihuatl (5.200 m) y, finalmente, el Pico de Orizaba, el punto más elevado del país, con unos 5.700 metros de altura.
Al principio me costaba mucho entender cómo iba a hacer tres picos elevados en tan corto tiempo, y teniendo en cuenta que estaban separados por distancias respetables entre sí. Rápidamente entendí que cada pico iba a tomar un día y medio o dos y que, entre uno y otro, habría traslados de una montaña a otra y noches en refugios y hoteles. Un formato muy distinto al que normalmente estamos habituados en la Argentina. Pero, sin dudarlo, me apunté en esa conquista de los picos más elevados.
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Ascenso difícil
Después de una noche en un refugio muy civilizado, el Nevado de Toluca fue un paseo de unas cinco horas en un lugar de escarpados picos de piedra y una soñada laguna turquesa. Este primer desafío sirvió para entrenar un poco y, por sobre todo, ir aclimatándome. Una vez abajo nos dirigimos a Cholula, donde pasaría la noche para encarar el Iztaccihuatl al día siguiente. Hicimos noche en un refugio y arrancamos a caminar a las tres de la mañana. Para las 12 del mediodía habíamos alcanzado la cumbre (5.200 m.). El ascenso fue muy duro y la cantidad de nieve a partir de los 5.000 metros hizo más difícil el avance.
Después de este desafío bastante arduo, decidí tomarme un par de días extra entre Cholula y Puebla para recorrer y conocer. Y, conforme se acercaba la fecha para el último ascenso, me tomé dos días más para acampar en la base del Orizaba con mi camper y, de esta manera, mentalizarme y aclimatar para el último pico que prometía ser bastante áspero.
Tras la noche en el refugio, partimos a las 2 am en un vehículo todo terreno por huellas imposibles de transitar hasta el punto dónde empezábamos a caminar. A paso firme y pausado fuimos encarando este gigante. La salida del sol alivió las gélidas temperaturas de la noche y dio luz a un paisaje imponente donde se podían apreciar otros volcanes, pueblitos y lejanas ciudades. Para las 10 de la mañana nos encontrábamos a unos 5.400 metros y la nieve alrededor se había convertido en hielo. Conforme subíamos, las manchas de nieve eran menos y las masas de hielo uniformes lo cubrían todo. En ese momento, el guía sugirió no seguir debido a que no estábamos equipados para encarar tanto hielo y era creciente el peligro de una caída. Aunque un poco frustrado, estuve de acuerdo con la decisión y comenzamos un descenso muy pausado.
Accidente con suerte
Es aquí donde el Orizaba me recordó que todas las precauciones no son suficientes y donde la concentración no debe perderse nunca. Fue así que, en un cambio de dirección en el descenso, sufrí un pequeño desliz con el talón de mi grampón y ya no pude acomodar el cuerpo para frenarme con el piolet en la superficie helada. Cómo muñeco de trapo, sin poder acomodarme por la velocidad y los contínuos sobresaltos del terreno, caí por unos 300 metros hasta un valle que costeaba las rocas y que, debido al espesor de la nieve, me fue frenando progresivamente. Después de saberme en una pieza, sin roturas aparentes pero bastante magullado, entendí que algo me había cuidado en ese día particular.
Rodando en tierras aztecas
Entré a México por Tijuana y de ahí recorrí buena parte de Baja California, donde acampé en playas paradisíacas y poco visitadas. Tuve la posibilidad de nadar al lado de los tiburones ballena y de hacer unas buenas sesiones de snorkeling.
Desde La Paz (Baja California Sur) crucé en ferry a Mazatlán y, de ahí, al epicentro de los picos más elevados: Puebla, ciudad de mil encantos cuyo casco histórico fue nombrado Patrimonio de la Humanidad.
Cerca de Puebla visité las pirámides de Cantona y algunos de los denominados Pueblos Mágicos, como Tepoztlán, Cuetzalán y Chignauapan. Localidades con historia, excelente gastronomía y un encanto único.
De Puebla me fui a Oaxaca para pasar el Día de Muertos. Una masiva celebración a nivel nacional que permite apreciar las raíces y creencias de México en profundidad a través de inolvidables festejos llenos de color, alegría y recogimiento por el recuerdo de los que ya no están.
Cerrando mi paso por este país, recorrí buena parte del Pacífico desde Puerto Escondido hasta la frontera con Guatemala, parando en una serie de pequeños pueblos pesqueros muy acogedores.
Al cruzar de los Estados Unidos a México tenía cierto nivel de desasosiego. Los estadounidenses, con su paranoia sobre la inseguridad (fuera de sus fronteras), fueron instalando la idea de que cruzar era una locura. Por supuesto que nombrar países como El Salvador, Honduras y Nicaragua era demencial, ni siquiera hubiesen podido ubicarlos en el mapa. En fin… Mi preocupación inicial fue decreciendo conforme iba recorriendo el país. Nunca dejé de tomar los recaudos básicos para la seguridad. Rutas transitadas y pagas de ser posible, siempre viajando de día.
Finalmente, me fue muy difícil abandonar el país y postergué la salida en reiteradas ocasiones. Tanto los lugares visitados como sus habitanes convirtieron a este territorio en mi segundo hogar.
Nota completa publicada en revista Weekend 545, marzo 2018.
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