Saturday 7 de December de 2024
TURISMO | 27-04-2022 23:17

Mar de Córdoba: cómo es y dónde queda este lugar desconocido

Al norte de la provincia existe un inmenso salar que encierra historias, personajes y lugares asombrosos. Desde una estación de tren abandonada hasta un lujoso hotel y una playa con ocasos de película. Qué hacer en las Salinas Grandes.
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Doblé por un camino que no figuraba en el mapa. El GPS recién lo detectó cuando estaba a escasos metros. Esos lugares siempre me atraen porque deparan sorpresas, más cuando están fuera de ruta y cerca de algún límite. En este caso, la Ruta Nacional 60 casi en la frontera con Catamarca. Tres kilómetros de buen asfalto sin marcar a la izquierda me guiaron directo a San José de las Salinas, Córdoba. Pero no la Córdoba de las fotos típicas de arroyos, ríos, sierras y multitudes, sino a la parte de Córdoba que tiene mar. “¿Mar?”, pregunté atónito. 

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“El Retumbadero fue la primera explotación salinera realizada por los habitantes de este pueblo –me cuenta Raúl del Rincón, gerente general de Las Salinas Gran Hotel, donde nos alojamos–. La gente trabajaba desde las 4 de la mañana hasta el mediodía, cuando la temperatura llegaba (llega) a los 45 ºC y se tornaba insoportable. La extracción se hacía con horquilla y pala. Se sacaba la capa de sal que estamos pisando, que medía desde 0,5 hasta 3 cm de espesor, se formaban bordos, y carros tirados por burros los levantaban y amontonaban. Con posterioridad se hicieron dos paredones de piedra. Ello formaba capas más gruesas que debían golpearse con picos y palas para romperlas. Ese ruido retumbaba en el aire y le dio nombre a este lugar: ‘El Retumbadero’. Escuchá cómo retumba cuando vos gritas...”.

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Con el tiempo mejoraron las condiciones, los burros fueron reemplazados por vías de trocha angosta con vagonetas Decauville que levantaban la sal, subían por una rampa y la arrojaban sobre camiones volcadores. Desde fines de los ‘90 todo está abandonado y carcomido por la herrumbre. El esqueleto de la rampa yace impertérrito como testigo fiel de aquellos años blancos. Está a unos 1.500 m de donde nos encontramos parados (solo se puede ingresar con vehículo hasta cierto punto), rodeado de agua que llega hasta los tobillos. En las salinas llueve de diciembre a abril. Es enero. “Podemos ir caminando –afirma Raúl–, pero el agua salada relaja demasiado y no quiero que te pierdas la puesta de sol sobre el horizonte del mar”. Había visto fotos de la rampa y quería observarla en persona. “Negociemos”, dije, y despegué el dron. No podía regresar sin la foto del mejor ícono de la Reserva de Usos Múltiples Salinas Grandes en ese horizonte infinito de 255.000 hectáreas a la redonda. “255.000 es solo la parte cordobesa –me corrigen–, las salinas tienen 600.000 en total y son compartidas por La Rioja, Catamarca y Santiago del Estero”. 

Totoralejos: estación de tren abandonada

Sobre la RN 60 sentido al Norte después de Deán Funes sigue Quilino, y más allá parece la Ruta del Desierto: no hay nada más que radares de multas por exceso de velocidad (110 km/h) y algunos carteles que señalan caminos laterales de tierra, de esos que curiosamente disfruto. A poco de pasar el puesto de la policía caminera de Lucio V. Mansilla doblé a la izquierda en el que señalaba “Totoralejos”. Es cierto eso de que los grandes momentos suelen tener prólogos insignificantes: en escasos minutos traspasé una barrera temporal cinematográfica que me llevó del 2022 a la escenografía de la serie The Walking Dead. Solo faltaban los zombies. 

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Ante mis ojos aparecieron las ruinas de lo que alguna vez fue la estación de un tren que ya no presta servicio de pasajeros, sino solo de cargas (coordenada: -29.63882, -64.85344). El ramal nació en 1887 como Ferrocarril Central Córdoba, de trocha angosta y 1.960 km de extensión desde Buenos Aires hasta Tucumán, pasando por Rosario y Córdoba. En 1938 fue vendido al Estado y desde 1948 pertenece al FFCC General Belgrano. Alrededor de las vías yacen la escuela y el caserío abandonado en el que residían unos 30 obreros con sus familias, quienes se encargaban de mantener las vías que se deterioraban rápidamente a consecuencia del salitre. 

El pueblo cerró en 1991, pero un habitante se quedó: Miguel Palacios, una leyenda que vive solo, sin agua potable, sin electricidad (recién el año pasado le instalaron paneles solares) ni medio de locomoción. Quienes lo conocen le acercan alimentos y medicinas. Quienes lo descubren a la pasada no pueden dejar de conversar con él: es un mito, la biografía viviente de lo que  aconteció en ese rincón de las salinas durante los últimos 50 años.

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Piletas de sal

Los otros dos caminos de la Ruta 60 llevan a las salinas de Ambargasta y a Lisal: La Industria Salinera (coordenada: -29.90185, -64.66682), una empresa dedicada a la explotación de las salinas que opera desde 1987. Elegimos desviarnos hacia aquí para conocer cómo es el proceso de fabricación de sal. Germán Chalú, gerente de producción, nos explica que la salina es en realidad una falla tectónica que permitió la filtración de un antiguo fondo marino cuando emergió la Cordillera de los Andes. Esa falla dejó expuestas hectáreas de minerales, entre los cuales predomina el cloruro de sodio. Lisal lo que hace es tomar agua de un canal de bombeo que penetra en la laguna, llena 17 piletas de cristalización hasta los 40 cm de altura y espera un año a que se solidifique a 10 cm de espesor por efecto del sol y del viento que la va batiendo y evaporando. En marzo, tractores equipados con arados con discos cuadrados van cortando la capa de sal cristalizada a 5 cm de profundidad, extraen unas 10.000 toneladas por pileta y la maquinaria de la planta la procesa: primero se separan los metales, luego se lava, centrifuga, muele, seca y tamiza en gruesa, entrefina, fina e impalpable. La visita forma parte del paquete de excursiones de Las Salinas Gran Hotel (si no se está alojado hay que inscribirse y abonar $ 2.000 por vehículo), un atractivo más que recomendable. Solo hay cuatro empresas salineras en nuestro país.

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En busca del mar cordobés

“Los primeros pobladores llegaron a esta zona al final del 1700 –me cuenta Fernando Ostorero (experto en marketing turístico) mientras caminamos hacia Santa Laura, el emprendimiento de mayor envergadura relacionado con la extracción comercial de sal con viejos métodos cuando el salar se secaba anualmente; perteneció a los Ballester Molina, los mismos de la fábrica de armas española–. Ahora vamos a disfrutar de la puesta del sol sobre el mar cordobés. ¡No lo vas a poder creer!”. Los pasos crujen y el aire reseca los labios. Detrás de los anteojos de sol el ocaso anaranjado refleja sus rayos sobre el agua mansa de la laguna. Caminamos descalzos sobre la playa blanca. Vamos dejando atrás las huellas de nuestra impronta hasta que el agua nos cubre los tobillos. La sensación es balsámica, saludable: paz interior, bienestar, calma... Un paréntesis en la vida, un momento de difícil repetición. Me fundo en un abrazo con Alejo, mi hijo. El instante y el lugar potencian nuestros sentimientos. Lo disfruto y no quiero que termine.

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Regresamos guiados por el humo y el aroma. “Los cabritos de Quilino son muy requeridos en Córdoba porque se alimentan de jume –nos explica Raúl–. Los productores los sueltan al borde del salar, ellos comen esa planta y la carne se va tornando cada vez más salada y sabrosa, además de permitirle al animal dar mayor cantidad de leche. Hay seis variedades de jume en el mundo y su función es sacarle la salinidad a la tierra para que otra vegetación pueda avanzar”. 

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Marcos Parada es el chef del hotel. Esta tarde se mudó a orillas de las Salinas Grandes para agasajarnos con un cabrito a las brasas que asa al aire libre mientras el sol se pone en el horizonte (programa exclusivo del establecimiento). Las chispas naranjas dibujan figuras sobre el fondo oscuro de la noche. La mesa está dispuesta a metros del agua. No falta nada: empanadas salineras, picada, ensalada, buen vino y postre a elección entre mouse de algarroba y ambrosía. Mientras aguardamos para saborearlo, el cielo se va poblando de millones de estrellas y la luna se refleja sobre el mar . Sobran las palabras. Hacemos silencio y durante largos minutos nos dejamos llevar. Imagino estas tierras pobladas por cientos de braceros cosechando sal, sospecho el ruido de El Retumbadero, evoco un tren a vapor echando humo en Totoralejos. Conocía la Córdoba de los arroyos, ríos y sierras. No sabía que también existía otra con un océano de agua salada al Norte por la 60.

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Cómo llegar: desde Capital Federal son 871 km en total. Por RN 9 hasta Totoral 765 km, y luego 106 km más por RN 60. Deán Funes es la última ciudad grande antes de llegar a destino (adquirir las provisiones necesarias). Cargar combustible ahí o en Quilino. En San José de las Salinas no hay estaciones de servicio.

Dónde alojarse: Las Salinas Gran Hotel (foto de arriba) es la mejor opción para quienes transitan por la RN 60, único en su categoría. Posee 20 habitaciones, estacionamiento cubierto, piscina con solárium; restó-bar con desayuno, media pensión o pensión completa, y servicio de excursiones. Oncativo 620, Tel.: +54 9 3525 454513, e-mail: [email protected], web: https://salinasgranhotel.com

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Marcelo Ferro

Marcelo Ferro

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