Tuesday 19 de March de 2024
TURISMO | 21-02-2020 13:49

6 carnavales únicos que rompen con el modelo carioca

Jujuy, Cafayate, Lincoln, Montevideo (Uruguay), Salvador de Bahía (Brasil) y Oruro (Bolivia) cuenta con festividades muy especiales, donde la gente se mezcla con las comparsas.
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El carnaval viene de Europa –acaso una evolución de los saturnales del Imperio Romano– y se va reconfigurando todo el tiempo como un reflejo de lo singular de cada cultura que lo celebra y adapta a lo que tiene más a mano, a la geografía y al gusto propio. En tiempos de globalización, pocas cosas habrá más locales que el carnaval, y en esta nota pondremos la lupa en aquellos que rompen el arquetipo –algo arbitrario– del que se celebra en Río de Janeiro, entendido como la masificación y espectacularización comercial de la fiesta popular. En el carnaval carioca –en parte pensado para la TV– una barrera infranqueable separa al público de las comparsas: es de tribuna. En los de Jujuy, Cafayate, Lincoln, Montevideo (Uruguay), Salvador de Bahía (Brasil) y Oruro (Bolivia), el público tiende a invadir la calle y a fundirse con la celebración, tal como ha sido desde la Edad Media europea antes de desembarcar en nuestro continente.

¡Viva Jujuy!

El de la Quebrada de Humahuaca quizá sea el gran carnaval argentino. Mezcla diabladas, orquestas musicales, un licencioso caos callejero y hasta un género musical propio de raíz aborigen: el carnavalito. Toda la quebrada fue declarada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad para preservar riquezas culturales como el Carnaval. Casi todos los pueblos tienen el suyo y el más popular está en Tilcara. Arranca con el estruendoso desentierro del diablito Pujllay en el fortín de cada comparsa, que en las noches se convierte en una gran discoteca andina al aire libre. El muñequito es desenterrado por uno de los diablos al pie de una apacheta –cúmulo de piedras que honran la Pachamama– otorgando licencia para beber a destajo. Y comienza el desfile interminable entre nubes de polvo, talco y espumanieve. Turistas y locales se mezclan en una gran fiesta al rayo del sol: los diablos suelen raptar a alguna visitante que acepte el juego y se la llevan a recorrer las calles a los saltitos que marca el ritmo del carnavalito.

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Las bombitas de agua van y vienen y sobre todo el talco: todos terminan cubiertos de blanco. En el sombrero la mayoría lleva una ramita de albahaca afrodisíaca que es el perfume del carnaval. Y en muchas casas hay rondas de coplas al son de la caja: “Como florcita madura / apegadita la enagua / qué lindo ver su cintura/ después que la moja el agua”.

Algunas bandas musicales caminan y otras van en camioneta: el fuerte son los sets de bronces con bombo. Tocan carnavalitos y ritmos bolivianos como saya, tinku y cumbia andina. Por las noches se presenta bajo un gran tinglado la banda Los Tekis con escenografía de marionetas gigantes. Las comparsas serpentean por las calles con un itinerario de invitaciones a la casa de familias que las reciben con bebidas como el popular Saratoga: grandes ollas con vino blanco, rodajas de naranja y limón y un largo etcétera de gaseosas y jugos. También fluye la chicha de maíz fermentado.

-¿Sabés cómo le dicen a él?

-¿Cómo?

-Vampiro sin ala: porque en Carnaval siempre sale corriendo a chupar.

El domingo de Carnaval, luego de ocho días de baile y descontrol, llega el entierro del diablo. Las comparsas van a su apacheta en la falda de los cerros al compás del carnavalito con el Pujllay colgando de un palo. Cae el sol, la música cesa y los diablos comienzan a llorar a lágrima suelta: se les acaba la vida. Encienden una gran fogata y entierran al diablito. Otro lo hacen explotar por los aires.

Vino y baile en Cafayate

En el pueblo salteño de Cafayate el carnaval comienza con el “jueves de comadres” frente a la casa de doña Amalia López. En una esquina, un grupo de copleros masculinos con caja comienzan a avanzar en hilera, recitando coplas picantes. Desde la otra esquina arranca la contraparte femenina que les va retrucando las provocaciones.

“Te quiero y que no te quiero / nunca fue tu amor constante / igual que los colibríes/ volás pa’ atrás y adelante”, recita ella y luego todos repiten lo mismo cantando en ritmo de baguala.

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“Te tenía linda cama / y ahora salís diciendo / que el colchón no tiene lana”, responde él y todos ríen. Los bandos avanzan hasta toparse y ser bañados con almidón y espuma. En el patio de algunas casas, personas mayores hacen rondas copleras girando lentamente al ritmo de la caja. Cantan en tono monocorde melodías penetrantes: alguien lanza versos y los demás repiten a coro entablando diálogos poéticos o propuestas de amor prohibido, arengas patrióticas y bienvenidas a los parientes con rima y doble sentido durante horas: los copleros están como sumidos en un profundo trance.

Los jóvenes celebran en paralelo por las calles en corsos, comparsas y grandes conciertos del festival Serenata Cafayate al ritmo de zambas, chacareras y música carpera (una mezcla de chacarera con chamamé instrumental que hacen Los Salamanqueros). El llamado Carnaval de Antaño –el más coplero– atrae a los mayores y el de los jóvenes se desarrolla en paralelo. Y por momentos se mezclan en el vale todo intrínseco del carnaval.

Tambores de Montevideo

En la capital uruguaya el Carnaval dura más de un mes y se nutre del África. Por un lado están las murgas que se presentan y compiten en tablados por toda la ciudad y en el Teatro de Verano –con gran nivel musical y coral– y por el otro las llamadas de candombe que desfilan por la calle.

Pablo Furtado es un mulato candombero del Barrio Sur, miembro de la comparsa Nigeria a punto de desfilar. Sus compañeros rodean el fuego de unos cartones en el asfalto templando los tambores, igual que hace no muchas generaciones lo hacían sus ancestros en algún rincón africano, frente a una choza de barro.

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“Papá era negro y mamá blanca. Supuestamente venimos del Congo. El padre de mi abuelo fue esclavo en Río Grande do Sul y mi abuelo entró a caballo al Uruguay. Un tercio de los 130 miembros de mi comparsa tiene creencias religiosas africanas. Yo no profeso pero a veces escucho sonidos raros y voces durante la llamada”, explica Furtado, ansioso por darle manotazos a su tambor evocando a los espíritus. Al lado, tres mulatas talladas en chocolate contonean suavemente sus caderas que parecen ya bien aceitadas. En el ambiente se respira una extraña mezcla de ritualidad con un aura lasciva y sensual a punto de estallar. En África estas llamadas traían los espíritus a la tierra para entrar en las personas y poseerlas, mientras se sumergían en un trance expresado en frenético baile. Eso mismo vemos hoy, simplemente que bajo el nombre de carnaval.

Las comparsas desfilan quince cuadras por las calles Carlos Gardel e Isla de Flores entre pequeñas tribunas y sillas. Unas 100.000 personas asisten en dos noches y desfilan 3.000 por día. Apenas dos metros separan a las comparsas del público.

A las 8 de la noche arranca el desfile de 40 comparsas. Cada una lleva al frente los portaestandartes haciendo malabarismos y luego van los portabanderas: una decena de hombres fortachones con banderas de cuatro metros haciendo toda clase de flameos. Están pintadas con colores del Congo, Angola, Kenia, Senegal, Biafra, Ruanda, Camerún y Somalia. Luego vienen personajes que perduran de algún lejano culto a los orixás: el escobero que limpia el camino de malos espíritus; el gramillero equivalente al brujo de la tribu que curaba maleficios con arbustos medicinales y hoy lleva en una valijita; las vedetes con sus siluetas en llamas y la cuerda con un centenar de tambores. Por último pasa el cuerpo de baile femenino con un despliegue de sensualidad y bastante desnudez, cuyo erotismo sería sagrado: remite a una danza africana de la fertilidad.

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Los cabezudos de Lincoln

La ciudad de Lincoln –320 km al oeste de C.A.B.A.– fue declarada por el Senado de la Nación “Capital Nacional del Carnaval Artesanal”: atrae a 30.000 personas y su rasgo central es el desfile de cabezudos, unas monumentales figuras construidas con la técnica de cortapesta, pegando capas de papel con engrudo sobre un molde. La tradición fue inaugurada por un escenógrafo del Teatro Colón. Además hay carrozas, batucadas, comparsas y conciertos de músicos famosos. Pero el rasgo más singular es un delirante desfile de autos antiguos liderado por dos grupos: La Troupe de los Autos Locos y Mecánica Loca. Son autos que se deconstruyen en movimiento como Transformers metamorfoseados en robot, un Topolino que se divide en tres partes –con sendos conductores– y se vuelve a unir, otros que levantan sus ruedas traseras y están los que mueven la cola al ritmo de cumbia.

Bahía de Todos los Santos

“La mayor fiesta callejera del mundo” es el título otorgado por el libro Guinness de los Records al carnaval de Salvador de Bahía, en el nordeste de Brasil. Hay tribunas y palcos pero la separación con el público es una imperceptible soga que lleva cada comparsa. Y la masa arma su propia fiesta. Es tal la marea de gente, que el frente de todas las casas y edificios del centro de la ciudad son amurallados con una pared de madera desmontable.

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El eje de este carnaval son los trío elétricos, una formación musical bahiana que va tocando sobre un alto camión al frente de cada comparsa. Su instrumento básico es el cavaquinho, una guitarra muy pequeña. Lo africano aquí no es exclusivo pero sí central. Filhos de Gandhi sería a simple vista una comparsa, pero es un afoxé compuesto solo por negros vistiendo de blanco –desde 1895– que evocan a los orixás para que vengan a la Tierra: el sentido es más religioso que festivo, o acaso los dos a la vez. Son muy organizados y sus tambores apaciguan todo fervor a su paso. El público se queda de pie mirándolos pasar con su suerte de trance místico-carnavalero.

Hay también blocos barriales: el más famoso es Olodum, creado en el popular Pelourinho con una mezcla percusiva de reggae, pop, rock y ritmos africanos. La salida de sus mil integrantes a puro tambor es un momento cumbre. El cierre del carnaval es con un encuentro de tríos elétricos en la madrugada del miércoles de cenizas luego de seis días de fiesta: tocan estrellas como Carlinhos Brown, Gilberto Gil y Caetano Veloso.

Oruro endiablada

A 198 km de la capital de Bolivia, el Carnaval de la ciudad de Oruro emite un trueno de tambores en la noche, anunciando la entrada de la diablada Urus por la Avenida Cívica: la tribuna estalla y los Luciferes pasan corriendo bajo una lluvia de chispas cayendo de un cable. Ellos mismos echan llamaradas por una cabeza de dragón que les brota de la máscara. Mientras, el retumbar del bombo solidifica a la banda de bronces, como viene sucediendo desde fines del siglo XIX.

Según el día de la fiesta, predomina un carnaval más aborigen con bandas de sikus, esos aerófonos milenarios de los Andes. En otro momento suenan morenadas cuyos tambores llegaron desde África. En el fragor callejero se superponen trompetas, tubas, trombones, platillos y redoblantes traídos en tiempos remotos desde Europa con las bandas militares. En total se oyen 18 ritmos, un acervo sonoro que, sumado al baile y vestuario, llevaron a que la fiesta fuese declarada Obra Maestra del Patrimonio Intangible de la Humanidad por la UNESCO: es la fiesta popular emblemática de Bolivia a donde asiste el Presidente. El desfile es una procesión cuesta arriba a la Iglesia del Socavón: al entrar los diablos se quitan la máscara.

“A los peregrinos que van llegando los invitamos a rogarle a la Mamita del Socavón” –dice el cura a los diablos de rodillas a sus pies.

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Al frente de cada diablada va el arcángel San Miguel vestido de soldado romano con espada para expulsar al demonio. Hay 48 fraternidades de carnaval, algunas con más de mil integrantes. Suman 20.000 bailarines y 10.000 músicos. Las agrupaciones se clasifican por ritmo. La más antigua es la Gran Auténtica Tradicional Diablada Oruro, creada en 1904 por el gremio de carniceros. Las morenadas tienen mucho peso y bailan este ritmo creado a fines del siglo XVIII como protesta contra la esclavitud de los negros encadenados en las minas. La Comunidad Cocanis es la morenada centenaria y sus integrantes se disfrazan de negros pintándose. La saya es uno de los ritmos más populares con su mezcla de toques aymarás y repiques africanos. Los caporales son un ritmo de protesta contra los capataces esclavistas y la llamerada es aborigen con bailarines vistiendo ropa de gala de los pastores mientras simulan arrear llamas.

El alboroto, el baile y el colorido de los trajes son la cara visible de este carnaval como no hay otro en el mundo. Pero lo más significativo quizá sea lo invisible: un sincretismo resultado de una extraña carambola histórica que rebotó en éste rincón de Los Andes en un viaje intercontinental, haciendo confluir el desenfreno pagano de la antigua Roma, los repiques rituales del tambor africano, la festividad callejera del vulgo medieval europeo y la religiosidad originaria de América que se mezcla con el catolicismo. Este caos de extraña coherencia, es la mejor definición posible del carnaval americano.

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Julián Varsavsky

Julián Varsavsky

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