Acostumbro a titular el relato con el nombre del sujeto que configure su tema central. A veces son hallazgos caprichosos, o simples y curiosas deformaciones idiomáticas. En este caso es el nombre de un bote de madera, y quieran los dioses del río, siga siéndolo, que fue nuestra primera y fundacional embarcación, allá por la Isla Nagüe. Quien lo pintó, por primera y única vez, tenía su orgullo de carpintero y letrista, pero comenzó a estampar el nombre sobre la banda de estribor, desde la mitad hacia la proa, con letras grandes, pretenciosas, y claro, le faltó espacio. Sobraba un carácter y no entró la “a”. Entonces le quedó “Golondrin”.
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Así empieza la nueva edición de Relatos a cielo abierto, te invitamos a escucharla por Radio Perfil.
Este elemento, esencial para el isleño, llegó a nuestras manos por absoluta casualidad. Cierta tarde de principios de otoño, con nuestro amigo Iturbides, vecino y cuidador de la casa, decidimos internarnos isla adentro, pechando la maciega. Íbamos en busca de una horqueta, bifurcación de dos arroyos muy angostos, que eran la verdadera sangría de la isla. Por allí entraba la marea del Rio de la Plata, muy próxima en esa zona hace más de 50 años, y por allí también, salía en la bajante.
Al decir del guía “era un buen pesquero”. Y así llevamos equipos de pesca y algunas provisiones, vestidos con ropa liviana y sombreros de paja. Ahorro, para otra oportunidad, relatar el sacrificio sobrehumano de aquella marcha. Lo cierto es que alcanzamos a uno de esos arroyos en plena bajante. Encarnamos con trocitos de corazón de vaca, lombrices coloradas y gordas, pero los piques no fueron tantos ni tan valiosos: alternamos bagres sapos, pequeños patíes, y una tararira.
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Ya nos poníamos en marcha de regreso cuando Iturbides se quedó inmóvil, mirando lejos desde el albardón. Aferrado a una rama de un único sauce, su índice derecho señalaba el fondo del arroyo, cuyas aguas en bajante siempre eran muy transparentes. Nos asomamos también, a ver algo que brillaba cerca de la superficie. Sin vacilar, me interné en el agua con fondo de barro blando y algunas raíces; aspiré hondo y me sumergí.
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Casi al mismo tiempo, reaparecí entusiasmado y en un grito:
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-“Es un bote, toqué el remate de la roda de bronce. Eso es lo que brillaba. Parece que está bastante entero”, alcancé a explicar.
-“Este se ha soltado de alguna chata arenera”, alguien advirtió. “Habrá que ver si lleva el nombre o la matrícula del buque madre”
Muy lejos de reparar en cuestiones legales, nos ganó la euforia de haber encontrado un bote sobre el lecho del río. Allí mismo iniciamos la removida de las que parecieron toneladas de barro, esas que lo habían mantenido sujeto en el fondo, al que llegó, seguramente, empujado por alguna sudestada. Lo cierto es que conseguimos alivianarlo hasta poder izarlo sobre los juncos y apoyarlo, pesadamente, sobre un enorme camalote. Mostraba un respetable rumbo en la aleta de estribor, por donde se habría llenado de agua y, por ser de madera, habría recorrido vaya a saber uno cuánta distancia a media agua hasta tropezar con la horqueta.
Bien amarrado, lo dejamos hasta el día siguiente, que volvimos en una lanchita que nos prestaron, provistos de un trozo de encerado, y sogas de diversos largos y grosores. Con la lona ensayamos un parche que funcionó y así, en un remolque casi épico hasta la isla, nos llevó más de medio día pero lo rescatamos. En cambio, el arreglo costó más de media temporada, porque el Golondrin era bastante haragán y solo se ponía a trabajar en serio los fines de semana, cuando frente a nosotros no había excusa valedera.
En pocos meses todo el bote había sido prolijamente recorrido y reparado el rumbo con unas tablas de cedro paraguayo que nos había regalado el dueño del astillero Caracoles; hasta nos dimos el gusto de barnizarlo completo y hacerle un piso de listones que era casi una perfección. Colecta por medio, compramos dos remos y dos toletes y, con el tiempo, hizo su aparición un motorcito Archímedes, 2 HP, y a partir de entonces todo el Bajo del Temor pasó a ser nuestro.
El bote tenía medidas generosas: 4 metros y medio de eslora por 1,80 de manga. En él aprendimos a pescar pejerreyes en los bancos, con muy poca profundidad, siempre según las indicaciones de nuestro inolvidable guía y compañero. La última gran hazaña del Golondrin fue servir de molde para otros tres botes de fibra de vidrio, que construimos en un improvisado astillero de… ¡Nueva Pompeya! Después… como en las bellas historias, no hay después, el después.
Pasaron tantos años que hasta los tres botes de fibra se volvieron viejos. El de madera fue usado por todos los que nos sucedieron en la isla y sus alrededores, eso sí, nadie, nunca, se adjudicó su propiedad. Simplemente el río fue quien terminó esa leyenda. Mi amigo Otto Lefas, hace ya mucho tiempo, me refirió con su habitual laconismo, que una mañana en crecida, el cabo de amarre del bote ya no estaba. El Golondrin, o Golondrina, cansado tal vez de estar solo, había iniciado una nueva peregrinación por las islas, quizás en busca de otro grupo juvenil y entusiasta para ser, otra vez, redescubierto.
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