Sus autos se mueven con una tecnología de 1939, su vestimenta no
parece mucho más moderna. Pero no se trata de un encuentro de vehículos
antiguos, ni de un set de filmación o un carnaval, sino de una
competencia deportiva seria en las que se pone en juego fama y honor,
así como la pasión por la velocidad. Una vez al año se reúnen en la
playa de Rømø, en el sudoeste de Dinamarca, miles de fanáticos de las
carreras para celebrar a más de un centenar de motos y autos que
reviven los inicios del automovilismo.
”Éstas eran las pistas de nuestros abuelos”, dice Steffan Skov el día
de la carrera de 2018, con la mirada puesta en los kilómetros de
playa de la isla danesa. Fue el creador del Rømø Motor Festival, hace
tres años, rememorando los récords de velocidad establecidos hace
casi cien en la vecina isla de Fanø: en ninguna otra parte del
mundo se era más veloz en esos tiempos que sobre esas arenas a la
orilla del mar.
Era más dura, más lisa y de mejor adherencia que las calles
empedradas de la época o el ripio de las escasas pistas de carreras.
”No importaba si era un millonario aburrido o con veleidades
deportivas, un aventurero o uno de los pocos corredores profesionales
de entonces, si quería poner a prueba a fondo a su auto de carrera
debía venir aquí”, dice Skov, mientras pasan detrás de él uno tras
otro los autos antiguos recorriendo el cuarto de milla de la pista de
arena.
Uno de los grandes de ese tiempo fue el corredor Carl Jörns. Conducía
un Opel llamado Monstruo Verde, que sigue en la pista hasta hoy.
Jörns estableció con ese auto en 1922 un récord de 228 km/h. Otro de
los astros de la época era el británico Sir Malcom Campbell con su
célebre Bluebird.
La adicción por la velocidad había pasado entonces ya de Europa a
Estados Unidos. Los autos de carrera equipados con motores de avión
alcanzaban velocidades cada vez más altas, de modo que en algún
momento las calles resultaban demasiado pobladas, las pistas
demasiado estrechas y las playas demasiado cortas, explica Jennifer
Jordan, coautora del film documental “Boys of Bonneville” sobre la
historia de los Landspeed Racings. Se trata de las pruebas de
velocidad iniciadas durante la Primera Guerra Mundial en los lagos
desecados de El Mirage y Muroc en California, en Black Rock en Nevada
y sobre la legendaria salina de Bonneville, en Utah.
Camille Jenatzy fue el primero que logró quebrar la barrera de los
100 km/h sobre una carretera aún poco transitada, con su auto
eléctrico Jamais Contente en 1899. Ernest Eldrige pareció haber
cerrado un pacto con el diablo a bordo de su Fiat Mefistofele para
marcar en 1924 a las puertas de París un récord de 234,98 km/h.
Cuando autos como el Blitzen Benz llegaron a correr a un promedio de
velocidad superior a los 200 km/h hubo que relegarlos a pistas
circulares como el autódromo de Brooklands, en el condado inglés de
Surrey. Pero al estallar la Segunda Guerra Mundial ya no hubo espacio
para estas veleidades deportivas en Europa. La carrera por establecer
nuevos récords pasó al otro lado del Océano Atlántico. Los lagos
secos y los desiertos de sal en el oeste estadounidense se
convirtieron en el escenario exclusivo de la búsqueda de la velocidad
máxima. Las marcas se superaban de semana a semana.
El rey no declarado de esa época era Ab Jenkins, de quien se dice que
estableció más récords de velocidad que nadie. En 1935 manejó su
Mormon Meteor por 24 horas a un promedio de 217 km/h; en 1940
incrementó esta velocidad promedio a 260 km/h. Tuvieron que pasar 50
años antes de que se pudiese superar esa marca. Media docena de sus
plusmarcas siguen vigentes, asegura Ron Main, uno de los
organizadores de las carreras en El Mirage: “Por mucho tiempo no hubo
nadie tan loco, tan valiente y tan veloz como Ab.”
Jenkins es el héroe norteamericano de la carrera en los desiertos.
Pero es un caracol frente a pilotos como Andy Green. El piloto
militar británico tiene desde 1997 la plusmarca de velocidad actual
con 1228 km/h, siendo el primer ser humano en quebrar la barrera del
sonido con un auto.
El ThrustSSC con el que marcó ese récord en el desierto de Nevada
tiene poco que ver con la imagen usual de un auto, salvo por las
ruedas. El monoplaza de 16,5 metros de longitud es más un cohete de
vuelo terrestre, esbelto como un cigarro, impulsado por dos turbinas
de aviación, con una potencia equivalente a más de 100 000 CV. Green
desarrolló con algunas empresas británicas el nuevo modelo
Bloodhound, con el que estaba preparando para fines de 2019 en un
desierto de Sudáfrica una prueba para establecer un nuevo récord
absoluto de velocidad. Pero a comienzos de diciembre abandonó el
proyecto por problemas financieros.
Las empresas automotrices descubrieron que los lagos de sal pueden
ser un buen escenario para la promoción de sus nuevos modelos.
Volkswagen, por ejemplo, armó para la presentación del nuevo Jetta un
auto de carrera con 447 kW/608 CV de potencia que alcanzó en Estados
Unidos una velocidad de 338 km/h, según informó la filial
de la automotriz alemana.
Este tipo de exhibiciones de velocidad pueden impresionar, pero para
Skov no tienen relación alguna con las clásicas carreras playeras. El
atractivo del Festival de Rømø radica, según su creador, en que se
puede participar sin mucho dinero. Existen participantes que
invierten centenares de miles de euros en sus autos, dice Skov. “Pero
también se puede obtener un auto de carrera adecuado por el precio de
uno pequeño y competir con expectativas de triunfo”, destaca.
Lo mismo vale para competencias similares en Inglaterra e Italia.
Red Bull Race, la carrera más veloz del mundo
Sólo existe apenas una decena de playas y salinas en que están
permitidas las carreras de autos. Pero la cantidad de participantes
crece año a año. En California o en la pista de sal de Bonneville en
Utah, son centenares los pilotos de motos o autos-cohete los que se
colocan en la línea de largada. La carrera en Rømø se inició con 30
participantes y hoy son más de 100. No importa que la sal o la arena
expongan a los vehículos a mayor desgaste. Sus dueños los cuidan y
alistan todo el resto del año, para llegar en condiciones óptimas a
la competencia.
DPA
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