Entre las costas paisajísticas del sur, existen algunas, como las del Nahuel Huapi, que fueron parque ya al ser descubiertas, como quiso el Perito Moreno. Otras eran parque siendo aún ignoradas por el común de la gente, como Los Alerces. Algunos comenzaron a hablar de un lago ubérrimo en truchas colosales, que se llamaba Futalaufquen, cerquita de Esquel. Por esa década del 50, Esquel era una nebulosa más, en la cadena de interrogantes de la azarosa ruta 40, junto a la cordillera, siempre hacia el sur…
Relatos a cielo abierto: El descubridor
Así empieza la nueva edición de Relatos a cielo abierto, te invitamos a escucharla por Radio Perfil.
Cierta primavera, un extraño personaje, pintor y pescador, de origen nórdico, Eric Gornik su nombre, citó a los escasos periodistas que trataban el tema a una conferencia en la entonces Dirección de Parques; y apabulló, con centenares de proyecciones en las cuales truchas, jamás vistas, nos regalaban los destellos de sus escamas, con el señuelo o la cuchara aún prendida en sus mandíbulas. Poco después se hizo la primera “Fiesta Nacional”, manera un tanto estruendosa de promocionar el lugar, que tuvo, sin embargo, relativo éxito. Se organizaron excursiones, que comenzaban en el elegante avión turbohélice de Aerolíneas, llegaban a la pista de piedritas volátiles, seguían en camioneta hasta el lago, y se prolongaban en lanchitas veloces y livianas, por esas costas solitarias. Las truchas estaban, y la fiesta culminaba con un chupín en la costa del lago. Otros tiempos, otras circunstancias.
En una de ellas conocí a Martín Mermoud, de quien recibí las primeras lecciones de navegación de montaña, en botes de más de 7 metros de eslora, construidos con madera de la zona, y cuadernas de casi 4 pulgadas de espesor. Ese largo correspondía a la distancia entre cresta y cresta de las olas del lugar.
Relatos a cielo abierto: Los Dioses del Rincón
Martín llegaba a la cita con tiempo. Cargábamos el bote, y un motorcito de 15 hp nos transportaba lago adentro. Una tarde recalamos en la Bahía de Toro, donde la llovizna y el viento leve nos introdujeron en un mundo irreal, casi sin sonidos y escasez de imágenes. Quizás haya sido ese ambiente lo que indujo a Martín a recordar el episodio…
Relatos a cielo abierto: El viejo Teo
-“Ya antes de cumplir quince años ayudaba a mi padre a llevar jangadas, hasta la punta del camino que venía de Esquel. Hacíamos tramos de cuatro o cinco troncos y los uníamos con alambres; con unas lonas que hacían de velas, nos dejábamos llevar, evitando varaduras con las pértigas; y atrás un bote pequeño, que remolcábamos amarrado.
Relatos a cielo abierto: El niño y el buen río
Una tarde de primavera nos sorprendió un temporal. El viento era fuerte, como siempre en esa estación, y las olas comenzaron a aflojar las ataduras. Frente a Punta Matos debimos ajustar varias veces los alambres, y cuando nos encontrábamos a más de mil metros de la orilla, los mazos de troncos, de uno a uno, comenzaron a soltarse. El bote, que estaba asegurado a uno de ellos, también se fue, y quedó a la deriva. Mi padre y yo nos mantuvimos en el centro de la balsa, que estaba mejor unido, pero, igualmente, las olas pasaban por encima de nosotros. Me acuerdo que, casi sollozando, le pregunté de algún modo, si allí se terminaría el viaje…
-Quedate tranquilo, -me dijo-, los troncos que se soltaron fueron para engañar al lago, el centro de esta barcaza, seguro, aguanta.
Permanecí a su lado, agarrado al cinturón de su bombacha, y sin querer mirar pal lao del viento, que fuerte y sostenido, nos empujaba hacia la costa. Por fin, ya casi oscuro, el primer mazo tocó tierra y, por los troncos más gruesos, desembarcamos. Ahí nomás hicimos fuego, secamos algunas prendas, y calentamos un pernil de capón, que era toda nuestra cena. Por la mañana recorrimos la costa y, de a poco, recuperamos casi todos los troncos y el bote.”
El relato había sido contundente. Un hombre y un niño a merced del temporal en una balsa precaria, y sin un timón siquiera. Martín ya había superado los 50, y aquella tarde, mientras regresábamos, también soplaba enérgico el viento. El bote se desplazaba sobre las crestas casi sin cabecear; yo observaba las truchas pescadas y atendía el convite de galleta y ginebra. Navegábamos en silencio.
“Marinos de montaña”, pensé. El agua helada no sostiene a nadie y una caída en ella puede significar la última. La jangada había aguantado milagrosamente, o por ese cálculo de esfuerzo y resistencia, que la gente del sur, sabe hacer desde que nace. Porque en ese cálculo, casi siempre, está en juego la vida.
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