Conocí a Manolo, ya veterano, en casa de mi hija. Manolo nació dos veces: una, en Médanos, provincia de Buenos Aires, hace más de 70 años; la otra, algo más reciente, en San Martín de Los Andes, a la que llegó muchacho aún. Fue llegar a la zona y quedar asimilado al paisaje. Era verano, y el primer invierno acumuló más de un metro de nieve en las calles. El “Gómez” de Manolo es de la meseta castellana, “donde el frío muerde”, al decir de los lugareños. Seguramente, no lo iba a arredrar una nevada intensa. Con la pequeña mochila y los esquís hechos a mano, a partir de dos listones de alerce obtenidos tras ardua selección, llegó entre los primeros a las laderas del cordón del Chapelco.
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Cuando Manolo está en vena, escuchar sus relatos es como rescatar la historia viva de un pueblito en su esfuerzo, ininterrumpido, por transformarse en ciudad. Pero Manolo no intentó siquiera el aporte económico o mercantil. Nunca lo tomó como empresa, sino como aventura. De allí, que aún hoy, cuando se decide a alcanzar una vez más las cimas de nieve pulida, esté animado siempre de la misma sensación de lucha “mano a mano” con la montaña.
Así empieza la nueva edición de Relatos a cielo abierto, te invitamos a escucharla por Radio Perfil.
Abunda en dichos breves y certeros: “La montaña nunca engaña; es como un mazo de cartas dado vuelta”, afirma. Nunca deja de adjudicar la cuota de imprevisión, dejadez, e irresponsabilidad, de quienes se vieron envueltos en serios riesgos, muy especialmente, por propia culpa.
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Manolo intervino en innumerables rescates. Y un rescate en la montaña, en pleno invierno, es para pocos. Él y algunos más atravesaban la ladera de Chapelco a pie, con muy ligeros errores de brújula. De ese tiempo es su inagotable caudal de recursos en la altura.
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Surgió, entonces, la necesidad de un refugio, y su construcción, en un lugar tan bien elegido, es hoy un hito para todos los visitantes: El Rancho de Manolo.
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Era un invierno duro, de nieves permanentes; “un invierno de esos para esquiar”, dicen los entendidos. Pero también, para disponer de un techo seguro. En el rancho se sucedían las reuniones de los elegidos. Esa era, y es, la esencia de cada aventura. Bien de noche aún, iniciaban la marcha a pie. Una mochilita y los esquís; otras veces, la mochila sola. La de Manolo era la más pesada, porque siempre incluía medio capón de cordero gordo, “por si se hacía de noche”, advertía.
Un rancho es una sola habitación en la montaña. No sobran los recursos, y una vez seleccionadas las ramas de chacay, se adosan unas a otras, se taponan con estopa y barro, y adentro se dispone el fogón, con una chimenea precaria y un sombrerito. La única previsión era el acopio de leña (ñire, laura, y si no había otra, la precaria lenga, pura llama y ceniza).
Los había sorprendido la tarde con cambio de viento y nevisca; pero había provisiones y tiempo disponible. Antes de ocultarse el sol, el medio capón se doraba sobre las llamas, bien ensartado en el asador petiso. Galleta y una generosa bota de vino completaban el paisaje humoso. Las barbas de coihue, suerte de algas parásitas de esos gigantes del bosque, obraban de servilleta. Como otras veces, Manolo clavó bajo el alero, afuera de la cabaña, el asador, con el resto del capón, y al rato, todos dormían.
La mañana resultó un regalo de sol. Los esperaba, afuera, el asador, pero… vacío. Una brizna de cuerito quemado, señalaba el único rastro del manjar. Huellas netas y claras de cuatro dedos y gruesa palma, denunciaban a su vez, al autor.
-“Anduvo el ñarke (el puma), y bien grande que es”, fue el único comentario.
Manolo acepta los dictados de natura con reverencia. Alguno de los presentes sugirió colocar una trampa; otro, habló de un viejo Mauser que tenía en el desván. Manolo mantuvo su sonrisa y arguyó:
-“Él también tiene derecho a saciar el hambre”. Y no se dijo nada más.
Desde entonces, y todo ese invierno, e incluso el siguiente, el hombre incluyó en la mochila el trozo pesado de carne. Aún yendo solo a la cabaña, lo llevaba y lo dejaba siempre en el mismo lugar. Duraba, lo que las visitas furtivas del gran felino.
Una mañana, el asador y la carne amanecieron intactos. Alguien o algo, le había cobrado, de contado, al puma su osadía. Manolo eligió otro final. Para él, el animal, un macho, a juzgar por el tamaño de su huella, cambió de cubil, como ocurre siempre tras el reclamo de alguna grácil doncella de su especie.
-“Se lo llevó el amor, otra fuerza inexorable”, concluyó, con su amplia sonrisa.
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