Monday 9 de December de 2024
AVENTURA | 26-03-2022 14:00

Relatos a cielo abierto: El Bataraz

El campo y sus costumbres, y aquellos episodios recordados que rompen la monotonía del paisaje, y que con el paso del tiempo se erigen en pequeñas grandes historias. Un relato de Rodolfo Perri.

El pavo de este relato verídico era bataraz, y jamás hizo distinción del contrincante. Desafiaba todo lo que se le ponía a tiro. Por la innata sumisión de las hembras de su raza, que acatan los requerimientos del macho, siempre, logró fecundar a varias, pero no imprimió a su descendencia el salvajismo que él lucía.

Su pinta era lozana, esbelta y, ¿por qué no?, apetitosa; pero su heroísmo, su bestial crueldad y su decisión frenética en el combate murieron con él. El Bataraz, por lo tanto, a años de su partida, sigue siendo leyenda; y por tanto, aquí va el recordatorio.

Así empieza la nueva edición de Relatos a cielo abierto, te invitamos a escucharla por Radio Perfil.

Cierta tarde lluviosa, de regreso de Monte e Videla Dorna, en el camino de tierra, mitad fangal y mitad imprecación, avanzábamos penosamente con mi Ford Falcon, de cuneta en cuneta, ya que era tiempo de lluvias constantes. De entre el alamar de la estancia “Las Perdices” se desprendió una sombra que, a vuelo bajo, atravesó el camino. Cacho y Emiliano, sin dudar, corrieron tras el bulto y, luego de algunos resbalones y caídas, regresaron con el motivo de la persecución entre las manos. Era una pavita escuálida. “Parece un tero”, dijo Leonel, que se había quedado en el auto, haciéndome compañía.

En una caja la llevamos hasta el galpón de cría y comprobamos, una vez más, su delgadez y su vocación de libertad, ya que, a cada instante, trataba de escaparse. Era bataraz, o sea de color jaspeado y matizado; y era bien oscura, tanto que varios sostuvimos que era una pava de monte, y hubo quien aventuró que se trataba de alguna especie de faisán. Lo cierto es que la pavita vivió, engordó, y al llegar la primavera, como todas las de su especie, se encluecó. Nacieron solo seis o siete pollos, y uno de ellos, desde el primer piar se destacó; los otros huían, a pleno grito; él enfrentaba.

También libertario, como su madre, hubo que enjaularlo hasta que creció. Después, por su cuenta, determinó que el terreno que él pisaba no era de nadie más. No hubo volátil ni mamífero menor que se le acercara. Tanto fueron su denuedo y ferocidad que hasta mis perros de caza optaron por esquivarlo. Se lanzaba de frente, con las patas encogidas y los espolones avanzados, como dos agudas lanzas.

Aun huraño y hostil, no presentó molestia, sino para aquel poco avisado que invadiera sus dominios. Siempre solo, se ubicaba en cambio a golpe de vista de su pequeño harén, integrado por pavitas jóvenes que lo seguían devotamente. Rara vez el grupo cruzó las vías férreas a unos 200 metros del caserío. Un monte de álamos era el refugio invernal; y allí, se desarrolló la vida de este innato luchador hasta que, como ocurre siempre con los héroes, su coraje ingobernable lo llevó a su perdición.

Entre los López, Emiliano era el creador de innumerables sorpresas gastronómicas, producto, muchas veces, de sus salidas cinegéticas o de su deambular entre las chacras. Fue, además, el más perseguido entre los contrincantes del Bataraz. Apenas se divisaban se entablaba en combate, que terminaba, por decisión del hombre, respetuoso del inmenso valor del ave.

Pero hubo una tarde, en que Emiliano recogía hongos a la vera de un pinar cercano al galpón de cría, cuando, sin previo aviso y con toda su saña, recibió en sus asentaderas el impacto del plumado. Esta vez no hubo cuartel. Una rasgadura en el pantalón de Emiliano, y algunas gotas, de su propia sangre, señalaban el impacto. El pavo peleaba en terreno abierto, pero, enceguecido, no advirtió la proximidad del tinglado. Esa fue su desgracia: bajo las chapas, no pudo desarrollar su técnica de alzar el vuelo y tirarse en picada. Dos veces lo intentó, y cayó desbaratado; en la tercera, Emiliano, que esgrimía una tacuara fina pero letal, le fue a acertar en el cogote. Se oyó el crujido de las vértebras y la cabeza del ave quedó casi colgando; y aun así, no dejó de intentar una última atropellada. Después, se desplomó.

Emiliano lo alzó con respeto. Entre todos, como en una ceremonia, lo desplumamos. Eduardo, mi primo, chef oficial del Rincón, gastó media botella de escocés para aderezarlo. Y nos lo comimos, religiosamente.

Su carúncula, ya momificada, ornamenta la entrada del galpón.

“Sic transit gloria mundi”

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Juan Ferrari

Juan Ferrari

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