Primero lo primero, nos presentamos: mi nombre es Hermann Meder (36), soy marino mercante maquinista, y deportivo velerista. Y también soy el esposo de Rocío (36), el papá de los mellizos Günter y Valter (9) y de Bruno (5). Y el capitán del Kira-Kira. Nuestros hijos nacieron en Bariloche, lugar que elegimos para escapar en la primera aventura y del cual nos llevó varios años despedirnos, dado que lo que comenzó como un viaje mochilero devino en una familia, una casa, un empleo en un conocido barco turístico (en el que paseó el Presidente Obama) y dos perros. Todo muy lindo pero nuestra intención, desde que tenemos memoria, siempre fue “largarlo todo” y hacernos a la mar. Y lo logramos. Llevamos cuatro años viviendo a bordo.
No fue fácil conseguir el barco ideal, de hecho nos tomó dos años de llamadas, visitas y buscar oportunidades para vencer los obstáculos. Para encontrarlo me basé en las recomendaciones de los grandes navegantes que conozco del puerto de San Isidro y en mis héroes literarios, que habían escrito lo suyo en cuanto a lo que hay que tener en cuenta para dar con el barco correcto: de acero, no muy chico pero tampoco muy grande, en buen estado, marinero... puff...
El velero
Soy bastante maniático, lo que sumado a la instrucción técnica que he recibido en la adolescencia, me convirtieron en un ogro especializado en buscar defectos, fisuras, detalles y cualquier otra cosa. Esto hacía suponer que, en realidad, solo eran excusas y que el sueño del barco se convertiría en un derrotero de visitas a clubes y brookers que no acabaría nunca. Afortunadamente, luego de buscar mucho, pero muuucho en serio, apareció el Kira-Kira. Un Van de Stadt Seal de 36 pies, facetado y armado con el amor que la tarea demanda. Sin dudas, bajo ningún concepto lo dejaría escapar, aunque haya tenido que vender la casa mucho más barata de lo que hubiera podido con más tiempo, con tal de no perder la oportunidad.
Renuncié al trabajo, alquilé un auto, metimos lo indispensable en un solo flete y fue así como viajamos a Rosario, donde nos entregarían el Kira-Kira. Desde el mismo momento en que nos encontramos cara a cara con la nave, decidimos comenzar a navegarlo y no bajar más. Esperábamos que nunca más, y aún hoy, en plena cuarentena por el Covid-19, seguimos sintiéndolo como nuestro refugio más seguro, del cual solo esperamos bajar lo menos posible.
La adaptación comenzó desde el primer momento en la misma amarra en la que nos entregaron la embarcación. Allí permanecimos a la espera de la documentación pertinente de Prefectura para poder zarpar, algo que queríamos hacer lo antes posible, para llegar a San Fernando y comenzar con las tareas de mantenimiento. El objetivo era viajar a Brasil y teníamos mucho por delante.
Un puerto donde anclar
Entre las cosas que consideramos de la vida náutica estaba nuestra prioridad de continuar con la educación de los chicos, a distancia. Los mellizos comenzarían primer grado y teníamos muchas dudas al respecto. Habíamos escuchado acerca del Servicio de Educación a Distancia del Ministerio de Educación de la Nación. Según su página web, una inscripción por e-mail era suficiente pero, al ser nuevos en la cuestión, decidimos acercarnos a la Capital para pedir asesoramiento. Allí nos informaron que debíamos completar tres meses de educación presencial para que pudieran evaluarlos y así continuar con la modalidad a distancia.
Y resultó óptimo porque los vientos favorables para subir a Brasil se darían en abril, lo cual nos daba tiempo para preparar el barco, cumplir con la escolaridad de los chicos y zarpar sin correr riesgos en cuanto al clima. Pero primero debíamos recibir los papeles del Kira-Kira y comenzar con la navegación a motor aguas abajo desde Rosario. Luego de unos días de espera en la marina, los que aprovechamos para aprovisionarnos y conocer el barco, llegó el tan ansiado permiso para navegar. Fue así como nos despedimos del puerto y comenzamos con nuestra aventura, ya que a partir de ahí todo sería incierto.
No éramos socios de ningún club ni teníamos idea de adónde ir. Corría el mes de diciembre, nuestra familia es de San Fernando y debíamos sacar el barco a tierra para inspeccionarlo, pintar el fondo y llegar al inicio de clases, así que zarpamos hacia el sur probando el motor, el instrumental y, ¿por qué no?, izar alguna vela para ir conociendo el comportamiento de la nave.
La primera amarra a la que ingresamos fue a la del Club Náutico Villa Constitución, de acceso simple y muy cercano a Rosario, por lo que la navegación fue breve y placentera. Llegamos antes del atardecer y nos encontramos con unas instalaciones muy cómodas, una playa de arena realmente hermosa, con sombrillas, y una amarra donde descansamos muy contentos después de haber navegado nuestras primeras 25 millas. ¡El sueño se comenzaba a vivir!
San Pedro fue el siguiente puerto, luego de navegar alrededor de 30 millas más, observando flora y fauna típicas del Delta del Paraná y luego de virar la famosa Vuelta de Obligado. La familia se amoldaba al barco y los chicos se distribuían las cuchetas mientras arribábamos al Club Náutico de San Pedro, donde nos recibieron con calidez y nos brindaron una amarra de cortesía, que disfrutamos mucho sabiendo que habíamos realizado la mitad del recorrido hacia San Fernando. Aquí solo descansamos una noche porque teníamos muchas ganas de llegar, pensando en parar en Zárate antes.
¡Con espectáculo y todo!
Atravesando el Naútico Zárate, notamos que la actividad en el río era inusual, se estaba desarrollando una competencia motonáutica: había mucho movimiento y una correntada fuerte aguas abajo. La Prefectura coordinaba la navegación entre los buques mercantes, los competidores y los medios que cubrían el evento; Rocío adelantaba unas empanadas para cenar y nosotros no teníamos idea de qué pasaba, así que con algo de miedo seguimos navegando sin saber adónde podríamos descansar esa noche. El motor se oía bien y no había de qué preocuparse.
Pasamos el puente y, a estribor, vimos un velero cruzando cuyo calado era similar al del Kira-Kira. Estaba acercándose a la margen del continente, como ingresando a un puerto que no teníamos en cuenta. Me acerqué para preguntarle al capitán –a viva voz– el calado y adónde iba, finalmente nos comunicamos por radio y me dijo que lo siguiera, volvía a su club y el calado era de 1,60 m, como el nuestro. No lo dudamos y por suerte esa noche descansamos en su club, donde apenas podía entrar nuestro barco y había que virar con cabos, ya que maniobrar era imposible. Pero ¡qué calentitos y cómodos que estábamos, y con la cena lista!
Para la próxima comenzaremos a relatar nuestras navegaciones en familia, vivencias, trucos de cocina, secretos de mantenimiento y otras hierbas. ¡Saludos marinos!
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