El 9 de agosto de 1911, la francesa Alexandra David Néel se despidió cariñosamente de su marido: se iba de viaje por 18 meses rumbo a Egipto, Ceilán, India, Nepal y Tíbet. El día de la partida escribió en su diario: "me quedan dos opciones: marcharme o marchitarme". Tardó 14 años en volver. A esa primera travesía le siguieron varías más, que le dieron forma a 30 libros sobre viajes y las filosofías de Oriente.
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La rutina matrimonial chocaba contra su espíritu viajero -había sido cantante de ópera en Túnez y Vietnam hasta retirarse a los 43 años- y por esa misma razón había decidido no tener hijos. Un extraño influjo la había ido impulsando hacia el Oriente desde su temprana juventud y en la adultez ya fue incontrolable.
Al año siguiente se instaló en Calcuta, acercándose a congregaciones hinduistas donde se ejercitó con los faquires y aprendió a acostarse en una cama de clavos. Experimentó el misticismo con tanta decisión que participó de rituales de sexo tántrico.
Luego se mudó junto al Ganges, en la milenaria ciudad de Benarés, donde cursó un doctorado en Filosofía en la Escuela de Sánscrito. Al estado de Sikkim llegó en una caravana de elefantes, para profundizar sus estudios budistas. Allí conoció al Dalai Lama, quien le sugirió estudiar tibetano.
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El Tíbet la fue llamando y se acercó a sus bordes en el monasterio Lachen, donde el Gomchen -Gran Ermitaño- le reveló el misterio de la telepatía. Ese místico vivía en una caverna y usaba una corona de cinco lados, un collar con 108 piezas de cráneo humano y una daga mágica. Alexandra era una estudiosa de sumo rigor: se quedó dos años en el monasterio hasta aprender el idioma tibetano. Como reconocimiento, la iniciaron en la práctica del tummo, una técnica de desplazamiento de energías interiores para generar calor corporal en contextos de extremo frío, que más adelante le salvaría la vida.
Esta viajera crónica mantuvo toda su vida una relación epistolar con su exmarido, solidificando así una gran amistad. El señor Néel le administraba desde Francia las propiedades familiares para solventar la vida errante, que la iba haciendo cada vez más famosa en su país por los artículos periodísticos que enviaba a diarios y revistas.
Al mismo tiempo, David Néel ganaba reconocimiento en los ambientes budistas de Tíbet, India y Nepal. Le asignaron el nombre de Yshe Tome (lámpara de la sabiduría) y su fama le fue abriendo puertas. En India conoció a Aphur Yongden, un monje de 15 años a quien convirtió en una suerte de asistente, ayudante de traducción, compañero de viaje e hijo adoptivo.
Estos dos místicos comenzaron a trepar de a poco los Himalayas y se instalaron dos años en una cueva a 400 metros de altura, donde ella estuvo cerca de morir de frío. Se retiraron allí a ejercitarse de manera radical en la meditación como paso previo a llegar a Lhasa -capital de Tíbet-, un lugar donde los occidentales tenían prohibida la entrada. Su entrenamiento para alcanzar la idealizada ciudad implicaba caminar 40 kilómetros diarios vistiendo apenas una túnica de algodón.
La pareja de caminantes peregrinos intentó dos veces entrar al Tíbet rumbo a Lhasa, pero fueron expulsados de la zona por los colonialistas ingleses. En 1916 comenzaron un nuevo viaje pasando por la ciudad india de Shigatse, para instalarse en el monasterio Tashilhunpo. Allí les permitieron estudiar antiguos escritos budistas y se relacionaron con el Panchen Lama -segunda autoridad espiritual de esa rama del budismo-, quien se fascinó por el dominio de la lengua tibetana que tenía la francesa. Ese mismo año entraron al Tíbet por primera vez.
Durante la Primera Guerra Mundial, Alexandra y Yongden recorrieron Japón y Corea para cruzar luego toda China y el desierto de Gobi hasta Mongolia. En el monasterio chino-tibetano Kumbum hicieron un retiro espiritual de tres años.
En 1921 retomaron viaje rumbo a la sagrada Lhasa, una travesía épica por una ruta que nadie había hecho antes para pasar desapercibidos: tardaron tres años y la experiencia está relatada en el libro Mi viaje a Lhasa. A sus 57 años, David Néel se lanzó a cruzar pasos de 5.000 metros de altura. En el trayecto debieron desviarse dos veces al ser descubierta ella como extranjera: en 1923 tuvieron que caminar hasta el norte del desierto de Gobi para reingresar al Tíbet a través de China, recorriendo 8.000 millas a caballo, a pie y en palanquín, al acecho de bandidos, tigres y leopardos de las nieves.
En su legendaria crónica la escritora cuenta que en la primera etapa formaron una caravana con un guía sherpa, dos monjas budistas y siete mulas. Una tarde en la llanura tibetana se toparon con un Lung-gom, un monje en estado de trance tan avanzado que corría durante días a una velocidad asombrosa con largas zancadas sobrenaturales, sin comer ni beber. Fue Alexandra quien lo descubrió con sus binoculares: “pude ver su cara impasible con los ojos abiertos como si mirasen fijamente algo elevado. Avanzaba a grandes saltos. Parecía tener la elasticidad de una bola y rebotaba cada vez que sus pies tocaban la tierra. Sus pasos tenían la regularidad de un péndulo”. Yongden advirtió que no lo detuviesen porque si despertara, podría morir.
Quizá la experiencia mística más elevada de la curiosa viajera fue la creación de un tulpa, un ser imaginario prefigurado primero en la mente, que luego se proyecta como imagen en la realidad visible y es visto por los demás. Quienes le revelaron la posibilidad de este ejercicio le advirtieron su peligrosidad: esos fantasmas terminan siendo incontrolables. A ella le sonó a desafío extra.
Para concretar su plan se encerró en una cueva hasta crear esa entidad prefigurando un monje bajito, regordete y simpaticón que obedecía órdenes y los seguía en los viajes. Pero las advertencias de los maestros se hicieron realidad: el tulpa empezó a rebelarse volviéndose rudo y molesto. Comenzaron a temerle por su costumbre de venir silenciosamente por detrás de las personas y tocarles el hombro: la mística decidió borrarlo de su mente. Y como era sabido, no fue tarea sencilla. Tardó seis meses de arduo trabajo mental hasta hacerlo desaparecer. En su libro Magia y misterio en Tíbet escribió: “No hay nada extraño en el hecho que pueda haber creado mi propia alucinación. Lo interesante es que en estos casos de materialización, otras personas ven las formas de pensamientos creadas”.
Durante el viaje se perdieron en la nieve, Yongden se rompió un tobillo al resbalar en el hielo y llegaron a estar seis días sin probar bocado: una vez se hicieron una sopa con cuero de zapato.
Alexandra y Yongden entraron a Lhasa en febrero de 1924 -ya sin la caravana-, camuflados en una multitud que iba a la celebración del año nuevo tibetano: ser descubiertos implicaba riesgo de muerte. Así fue la primera mujer occidental en llegar a Lhasa. Años después dijo que nunca repetiría semejante experiencia.
En Lhasa se dedicaron dos meses a recorrer monasterios sin que nadie la reconociese como extranjera. Asegura haber visto a lamas derretir el hielo con su calor mental y a otros que demostraban con pruebas de reconocimiento de objetos ser la reencarnación de otras personas. Llegó a hablar en tibetano sin siquiera un acento extraño, se pintó la cara y las manos con ceniza de cacao, se agregó una peluca de cola de yak y se untó el pelo con tinta china. Ella era una mendiga peregrina y él su hijo. Pero cometió un error delator: iba todas las mañanas al río a higienizarse, algo totalmente fuera de norma. Alguien los denunció al gobernador inglés y cuando se vieron observados, huyeron a tiempo.
Quienes sueñan demasiado con París, al llegar a la Torre Eiffel se sienten defraudados porque la ven menos monumental de lo que creían: a esto lo llaman síndrome de París. Pues Alexandra sufrió el síndrome de Lhasa: su monumentalidad la decepcionó: ni siquiera el palacio Potala le pareció tan especial.
En 1925 volvió a Francia con su inseparable monje para instalarse en una pequeña casa en los Alpes marselleses a la que llamó Fortaleza de Meditación -hoy un museo- y se enclaustró a escribir. Pero en 1937 sintió que se marchitaba otra vez: a sus 69 años se fue de viaje por casi una década. Ella y Yongde tomaron el tren Transmongoliano de Moscú a Pekín con el plan de estudiar taoísmo. Volvieron a cruzar toda China por año y medio en plena guerra sino-japonesa. Y subieron hasta el pueblo tibetano de Tachienlu para hacer un retiro de cinco años.
En 1946 regresaron a Francia con ella ascendida al rango de lama tibetana a sus 78 años. En su país fue elevada a la estatura de celebridad y catedrática que daba populares conferencias. Le nacieron también críticos que descreían de sus historias de levitaciones, fantasmas y reencarnaciones. Si algo está claro, es que David Néel fue lo opuesto a la estrella actual de Hollywood que viaja al Tíbet o India a darse un baño rápido y mediático de misticismo. Solía decir que “el camino solo me parece atractivo cuando ignoro adónde conduce”.
Los siguientes 25 años los pasó escribiendo 30 libros de orientalismo muy bien documentados, a pesar de considerar que “no sé absolutamente nada, apenas estoy empezando a aprender”. Su obra la muestra como una viajera radical, temeraria y poseída por una curiosidad indomable. Fue parte de un grupo muy selecto de los que llevaron al límite la idea del viajero arrojado al fondo de una cultura para regresar convertido en totalmente otro. Ella abandonó gran parte de la razón instrumental que rige el Occidente para traspasar los confines de su propio yo y diluirse en otra cosmovisión.
Murió el 8 de septiembre de 1969 a los 101 años. Un año antes había renovado el pasaporte. No estaba planeando ningún viaje concreto pero aclaró: “es por las dudas”. O acaso -como buena budista convencida de la reencarnación- quisiese tener todo listo para no perder tiempo en burocracias al recomenzar su nueva vida viajera.
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