El Parque Nacional de Fiordland es la zona silvestre más espectacular de Nueva Zelanda y alberga tres rutas de senderismo de primera categoría. La Kepler Track es la más tranquila y la más variada. Debido a la pandemia todavía rigen en el país las restricciones para ingresar, pero cuando se pueda volver a viajar allí, seguirá siendo un destino de ensueño para muchos, sobre todo para esos senderistas que anhelan una excursión por el suroeste de la Isla Sur.
El primer encuentro con un kea deja al visitante embelesado. Este loro de montaña se posa sobre el tronco de un árbol y mira con sus ojos vivaces. Su plumaje brilla en verde oliva. Sin inmutarse ante ese traqueteo de las cámaras al disparar fotos, se limita a girar la cabeza. Los senderistas, que todavía no saben nada sobre los keas ni de lo que les espera en la ruta, quedan encantados.
Es el primer día en el Kepler Track, un sendero circular de 60 km a través del Parque Nacional de Fiordland. Esta gigantesca área protegida que cubre todo el suroeste de la Isla Sur de Nueva Zelanda es mundialmente famosa por su escarpada belleza y conocida por las tormentas y la lluvia. Casi todos los viajeros acuden allí a
conocerla. Muchos hacen un crucero de un día por el estrecho de Milford o caminan por las rutas Milford Track o Routeburn Track, siempre y cuando consigan obtener un permiso para los albergues.
Una ruta diferente
En comparación con las dos rutas mencionadas, el Kepler Track no tiene nada que ver y sin embargo está casi igual de lleno en la temporada alta, cuando Milford Sound se cierra debido a las fuertes lluvias. En Te Anau, el punto de partida del recorrido, a la sombra de las montañas costeras, suele llover y nevar mucho menos. Tan sólo el
ascenso al albergue de Luxmore es un maravilloso paseo de un día. Primero se camina a lo largo de la orilla del lago Te Anau, luego un amplio sendero sube serpenteando por un paisaje pedregoso. A medida que aumenta la altitud, se camina rodeado de líquenes y otras especies autóctonas como el rimus, miros, matais y totoras. La
alfombra de musgo amortigua el suelo del bosque, pero también cubre rocas y troncos.
El bosque de cuento de hadas termina como si estuviera cortado. Los excursionistas pasan a una cresta ondulada de la montaña. El viento cimbrea la hierba amarillenta y los brezos altos destacan con su color verde mientras se entremezclan con arbustos de trementina de color rojo-marrón. En el camino cubierto de tablones de madera, si se mira hacia el lago se verá algo parecido a un fiordo, mientras que si la mirada se dirige hacia arriba, se verá la cumbre de la montaña cubierta de nieve. Esas maravillosas vistas pueden quedar interrupidas por el repentino granizo, que impulsa al senderista a correr.
Antes incluso de llegar al albergue se escuchan desde lejos los graznidos de los keas... y se les ve revoloteando sobre los brezos. Es ahí cuando se puede contemplar el plumaje rojizo que esconden el interior de sus alas. En realidad, estos loros de montaña están en peligro de extinción, pero en el albergue Luxmore se aprende
rápidamente que allí son huéspedes permanentes. Y son de todo menos tímidos. ”Se pueden poner los zapatos fuera”, comenta un neozelandés. “Tan sólo que mañana se verán un poco diferentes”, agrega. Con sus picos
afilados los keas van arrancando las suelas y clavan su pico también en el cuero. Al parecer tampoco le hacen ascos a la ropa sudada. El albergue Luxmore está asentado en una zona plana, a 1.085 m sobre el lago del fiordo. A través de las ventanas panorámicas se puede observar el esplendor de esta agreste tierra salvaje.
El romanticismo de una cabaña rústica
Luxmore no conoce el lujo. En lugar de comida contundente y cerveza, hay comida en conserva y agua de manantial. La calefacción sólo se pone en el salón comedor y ni en sueños hay una conexión a Internet. Así que los excursionistas de todo el mundo conversan, juegan a las cartas, ríen. Por la mañana, sin embargo, todo puede cambiar. En esta ocasión, la guardabosques Alison Richards tiene malas noticias. Anuncia que se ha cerrado oficialmente la travesía. “Pero -advierte- yo no puedo impedir que ustedes sigan camino”.
Los senderistas debaten entre ellos los pros y los contras. La mayoría opta por descender. Sólo un estadounidense y dos estudiantes quieren seguir adelante. Señalan que cruzaron la cresta de la montaña hace un mes, con más nieve. Así las cosas, la decisión está tomada. El pequeño grupo sigue su travesía ascendente entre ranúnculos amarillos y cenizos de montaña. Pronto la nieve les llega hasta los tobillos y el viento sopla aguanieve en sus caras. A veces la niebla se diluye durante un corto tiempo y permite al visitante hacerse una idea del enorme paisaje montañoso por el que se está caminando. Durante horas el grupo va recorriendo las crestas nevadas. Detrás del segundo refugio una escalera de madera lleva a descubrir qué hay bajo la capa de nubes. De repente la sublime belleza de Fiordland se abre por todas partes. La vista se dirige hacia el valle entre empinados flancos cubiertos de agreste vegetación y picos nevados. En el largo descenso, lo que espera al excursionista es la magia del siguiente bosque.
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”Muchos ya no ven la belleza”, señala Robbie Reid cuando por fin llega al albergue Iris Burn. “Las piernas duelen demasiado por el descenso”, agrega. Reid, de 59 años, es propietario del albergue desde hace 12. Mientras sirven un té humeante y una pasta caliente para reponer fuerzas, por el porche se puede contemplar un arco iris que se extiende a través de las agrestes montañas. Por la mañana temprano, los senderistas se estiran en sus sacos de dormir. Les espera otra caminata de seis horas. Pero antes de emprenderla Reid recomienda hacer un desvío para visitar una cascada. Y conviene hacerle caso. La cascada Iris Burn brilla con el primer sol de la mañana. Reid se dirige a través de la maleza hacia el arroyo, quiere mostrar a los visitantes un tipo raro de pato.
El bosque es encantadoramente hermoso. A lo largo de la caminata se va bajando hacia el valle rodeado de una exuberante vegetación, hasta que el bosque se abre de repente y el senderista se encuentra ante un enorme claro: The Big Slip. En 1984, tras una fuerte lluvia tiró toda una ladera de la montaña y las rocas rodaron durante 500 metros. El deslizamiento de tierra arrancó 30 hectáreas de bosque.
Durante muchos años los excursionistas caminaron por un páramo. Pero en la actualidad ya ha crecido una sabana de juncos altos, entre arroyos y estanques. Los árboles jóvenes crecen vigorosos y los líquenes cubren las piedras. Detrás de The Big Slip, el bosque pierde densidad, entre los troncos cubre el suelo un matorral de helechos. Por muy bonito que sea todo esto, uno se siente aliviado de llegar finalmente al albergue de Moturau, poder estirar los pies en el agua fría y mirar el lago Manapouri con sus pequeñas islas. Lo único que falta es un pájaro divertido como el kea, preferiblemente uno que se coma a los molestos mosquitos de la arena.
Cinco miradores tan hermosos como impactantes
Llegada: varias aerolíneas ofrecen vuelos a Nueva Zelanda con escala en Christchurch. Desde allí, los autobuses interurbanos van varias veces al día a Te Anau. Desde la ciudad se puede caminar a lo largo del lago hasta el punto de partida de la ruta Kepler Track en poco menos de una hora. También se puede tomar el autobús Tracknet, que
recogerá al excursionista en el puente colgante al final de la caminata (www.tracknet.net). O también se puede tomar un taxi acuático y cruzar la bahía de Brod.
Información: www.newzealand.com/ie
dpa
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