El Gringo señala el ripio que se aleja de Bella Unión. En el extremo del norte uruguayo, el pueblo vecino de la correntina Monte Caseros y la brasileña Barra do Quaraí se ha vuelto algo famoso. Cada vez son más los argentinos alborotados ante los precios de sus freeshop, el recreo a las muchas termas de la región. “Tienen locura por los aires acondicionados. A veces, la balsa a Caseros parece un aire acondicionado gigante sobre el Uruguay”, dice el baqueano. Al rato, el entorno es plenamente verde: caña a un lado, caña al otro. “Hemos crecido, y estamos contentos pero no olvidamos nuestra esencia cañera”, asegura el también miembro del Centro Comercial, una suerte de gremio que aúna la actividad del pueblo y donde la zafra sabe de luchas sindicales y políticas.
En el horizonte aparece una chacra y, en su tranquera, un hombre de barba y panza imponente nos espera machete en mano. “Tómese un mate y venga a ver el otro proyecto mientras dejamos que el cabrito chispee lindo”, dice El Yaneco, arrendador de estas tierras preñadas del azúcar que la subsidiaria de ANCAP, la petrolera uruguaya, compra (a él, a todos) para sus combustibles. “Al principio fue una salvación pero ahora no pagan ni los costos de producción. Diga que somos tesoneros y vamos, como decía el Che, hasta la victoria siempre”.
Junto al Gringo, su compadre, El Yaneco ha sabido pescar surubíes de 70 kilos que registró en un álbum para los descreídos. También pelar caña hasta el anochecer y, ahora, encarar un camping en una de las bocas calmas del Uruguay, porque de sueños vive el hombre: “Desmontamos, estamos plantando ibirá-pitá y otras especies autóctonas, y nos queda terminar la bajada al río para salir a navegar hasta el Rincón de Franquía, nuestro tesoro”, dice. Nombra el Area Protegida que alberga el 50 % de las aves del país y cuya bahía salvaje (también con camping) ofrece una de las vistas más bellas de la triple frontera. Allí, en las paradójicas aguas que la separan y unen a sus vecinos, se recrea esa Bella Unión.
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Entre palmas, miel y arcilla
Al sur, en el área natural que envuelve el pueblo de Guichón (Paysandú), nos esperan Carlos y Carola. Los anfitriones no sólo coinciden en sus nombres. La pareja, que integra el grupo de guías locales, está enamorada de estos Montes del Queguay, su entorno salvaje y un río con cardúmenes de sábalos y dorados enormes paseando a un par de metros. “La geología de la región, con un suelo rocoso que no ensucia el agua, hace que sea tan lindo para pesca deportiva, flotadas, kayak, snorkel como navegaciones”, explican.
Con ellos partimos también hacia la cuchilla de Haedo, entre colinas y palmeras centenarias que recuerdan el cruento enfrentamiento entre Blancos y Colorados en las guerras civiles. Allí subsiste un pequeño caserío que los guías suelen utilizar como base del campamento de luna llena, con caminatas y cabalgatas incluidas.
El inminente centro de visitantes, el spa Alquimia y las termas del Almirón son otros atractivos de Guichón que merecen una visita más larga.
Jazz y naturaleza exuberante
Nosotros emprendimos el descenso hacia Nuevo Berlín, donde la tierra guarda otros secretos, como el de la miel isleña. “Es un trabajo a cargo de pocas familias; se puede participar de la cosecha y ver las colmenas flotantes que mantienen la miel a salvo cuando las islas se inundan”, dice Silvia, guía local y productora de La Serena, cuya pureza llega a los Estados Unidos para consumo y a Alemania para cosmética.
Ya en el departamento de Soriano, el giro es completo y nos convoca una ciudad de esencia jazzera, exquisita rambla y río perfecto. “Nuestro festival internacional, los senderos del Hum y las salidas para apreciar la exuberante naturaleza que ofrece el río Negro, desde la playa o a bordo del catamarán Soriano I, son buenas razones para enamorarse de Mercedes”, describe sin más José Luís Perazza, responsable de turismo. Él nos recomienda llegar a Villa Soriano, declarada Monumento Histórico Nacional por ser el asentamiento europeo más antiguo en territorio uruguayo (1624).
Su apacible muelle con faroles a ambos lados, sus museos y edificios históricos bien valen la visita, que no es completa sin las empanadas caseras de Café del Río ni el taller de alfarería indígena de Sandra Gutiérrez: “Me gusta que la gente me visite y juntos charlemos de los chaná, moldeando la arcilla como ellos”, dice la responsable del taller Tumiyu, que ofrece hospedaje en una cabaña contigua a su casa y los mejores desayunos de la región.
Frutos de una tradición
En Carmelo la tierra promete buen vino y descanso, y sabe cumplir. Por eso su Ruta del Vino se afirma lejos del glamour de otras latitudes pero bien cerca de los visitantes, con algunas familias que ligan el turismo a la naturaleza, la arquitectura y la gastronomía en establecimientos centenarios y otros recién nacidos. “Acá tomás mucho más que un vino. Saboreás historias de vida de pioneros, con sueños y frustraciones que, lejos de hacerlos bajar los brazos, los fortalecieron”, dice poéticamente Diego Vecchio, responsable de Almacén de la Capilla.
Su mujer, la enóloga Ana Paula Cordano, está a cargo de la bodega que el tatarabuelo Cordano fundó al llegar de Génova en 1855. El lugar, un viejo almacén de ramos generales, conserva aún la estructura original, con techos altísimos, esquina sin ochava y un sótano fresco donde se atesoran los vinos de la familia. “Creemos en el turismo como una posibilidad más de desarrollo, por eso hicimos una cabaña en medio de la finca, en la que se puede pasar la estadía completamente solo contemplando la viña. O acercarse a recoger uva, pisarla en la vendimia o desayunar con nosotros en la galería”, dice la creadora de las líneas de blanco, tinto y rosado que se complementan con productos regionales como dulces, castañas en almíbar, aceite de oliva, caramelos y jabones del propio vino.
Hoy su finca recibe visitas que llegan en combi desde Carmelo o Colonia para disfrutar de distintas guiadas, aunque también crecen los pasajeros particulares en auto, bici o moto, opción que recientemente ofrece el ferry Cacciola desde el delta del Tigre. “Eso nos llevó a mejorar el picnic y las degustaciones con quesos y vinos, y a brindar opciones cercanas como la capilla San Roque, los pozos de agua dulce y el balneario, para que el día les rinda completo”, completa Vecchio.
En el pueblo fundado en 1816 por el prócer José Gervasio Artigas, las propuestas no terminan ahí. El emblemático puente giratorio, las navegaciones de Mario Guaraglia por el Arroyo de las Vacas y los sabores de río a manos del chef del Restó 12 de Febrero, son imperdibles de un corredor que nos ha dejado la intriga de la Meseta de Artigas, las posibilidades de pesca en Salto y el glamour de Las Cañas. Por suerte, nos acompaña el sabor de un buen tannat y, entonces, podemos poner un relativo punto final.
Nota completa publicada en revista Weekend 546, marzo 2018.
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