Friday 26 de April de 2024
BIKE | 22-03-2021 08:36

Aventura trasandina en dos ruedas

Travesía de 165 km en la más plena soledad para unir la zona de Bajo Caracoles, en Santa Cruz, con Valle Chacabuco, en Chile. Paisajes verdaderamente desconocidos.
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Me levanté los lentes de sol para frotarme los ojos porque las gotas de transpiración que bajaban desde la frente se mezclaban con la capa de tierra que me cubría el rostro, y me hacían fruncir el ceño y achinar la mirada. Había frenado la bici en medio de la ruta de golpe con una urgencia, que de no encontrarme rodeada por kilómetros de amplia y desértica estepa, quizás hubiera llamado la atención: no había pinchado ni tenía ningún problema grave, pero clavé los frenos con tanta determinación que hasta yo estuve por dudarlo. No siempre era así, habitualmente las paradas eran el momento esperado, el pequeño objetivo: “Pedaleo hasta la sombra del cartel y paro a tomar agua”, o la gran llegada: “En el río tomamos unos mates”. Pero esta vez estaba cansada y no era del tipo de cansancio físico que pudiera medir o regular, era el amo y señor de todos los cansancios, el mental.

Duro, muy duro

Terminé de secarme la transpiración con la cabeza gacha y la vista clavada en aquel suelo de rocas y tierra suelta. Levantar la mirada en esos momentos era mucho más que un simple movimiento, significaba volver al camino interminable de sol, estepa y desierto que había comenzado en Bajo Caracoles, Santa Cruz. Necesitaba descansar del horizonte, reducir el mundo a unas cuantas piedras de formas y tamaños distintos que unos segundos atrás habían sido enemigas del avance, pero de a poco se iban volviendo aliadas y cómplices del aquí y el ahora. Algunos minutos fueron suficientes para ponerme en pausa: la roca pequeña me mostraba sus brillos, la más grande tomaba la forma de un caracol y toda mi vida se recortaba por un instante en un simple pedazo de ripio. Cuando levanté la vista para retomar el mundo donde lo había dejado, Javi ya pedaleaba muy lejos y su silueta pequeña e insignificante me recordó la infinitud que aún me esperaba por recorrer.

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De a poco la luz del sol comenzó a debilitarse, indicándonos el momento de buscar algún lugar donde armar la carpa reparados del viento, que para ese entonces soplaba cada vez con mayor intensidad. Javi me señaló un arbusto que podría ser de ayuda e inmediatamente bajamos de las bicis para analizar si era una buena opción. Apenas nos colocamos detrás de él la sorpresa nos generó una carcajada de alivio, el viento desaparecía por completo, era solo un arbusto pero tenía la coraza de un paredón. “Pero es estepa, no hay nada”.

La única frase posible 

Armamos la carpa detrás de aquel protector arbusto que nos permitió disfrutar con calma de nuestra hora preferida en la que el cielo jugaba a los colores y la luna se apresuraba a salir. “No hay nada de nada”. Cada vez que esa frase se repetía en distintas situaciones y personas, nosotros no podíamos evitar pensar cómo sería un lugar donde no hay nada, lo imaginábamos como un abismo eterno, un agujero negro cubriéndolo todo, una ceguera blanca y espesa a lo largo de cientos de kilómetros. Nada = Ninguna cosa. Atardecía en la estepa y mientras calentábamos agua para el mate, un coirón travieso nos pinchaba con sus hojas punzantes y un grupo de choiques se asomaba tímidamente a lo lejos, era un hábitat duro e incomprensible para los hombres que manejan la vida solo con la razón.

Amaneció. Subía agitada los últimos metros de una cuesta larga, a mi espalda bajo los rayos del sol del mediodía se despedía la llanura inagotable de la estepa y por delante emergía imponente ella. Me quedé observándola un rato largo sobre la cima de la cuesta, inmóvil, como hipnotizada y cuando Javi llego a mi lado frenó de golpe, se secó la transpiración y también la contempló sonriente, repitiendo una vez más ese momento que de a poco se había vuelto un ritual necesario, un tocar el timbre en casa ajena, un golpear de manos en la puerta, un permiso educado y respetuoso antes de entrar. 

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Enseñanzas de la montaña 

Después de varios kilómetros de estepa estábamos llegando a la Cordillera de los Andes. Sabíamos perfectamente lo que venía de ahora en más y aunque cada zona cordillerana tuviera su propia personalidad y carácter, el proceso era casi idéntico. La llanura se volvía cerros, el aire se corporizaba y todo lo que nos rodeaba cobraba tal espectáculo que era difícil no observar atónitos desde la pequeñez de un insecto que habita un templo sagrado. Y así como de a poco habíamos aprendido a disfrutar de aquel primer sacudón sin que esa sensación de pequeñez nos volviera torpes y que el miedo a sabernos vulnerables nos generara frases tan humanas y ridículas como “hay que ganarle” o “sea como sea tenemos que llegar”, también éramos conscientes de que lo que enseñaba la montaña no sólo era aplicable en sus geografías.

Seguimos la ruta serpenteando entre cerros cubiertos por vegetación baja de tonos amarillos, las subidas y bajadas se volvieron una constante y el horizonte dejó de ser predecible, si queríamos averiguar qué nos esperaba más adelante no quedaba más opción que avanzar, así fue como a la vuelta de un cerro nos topamos con una laguna llena de flamencos rosados, con un río rodeado de árboles verdes y frondosos que nos permitieron descansar un rato del sol mientras paramos a almorzar, con más de 10 cóndores planeando sobre nuestras cabezas de cuellos estirados y ojos sin pestañear. 

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También la noche fue llegando para cerrar el ciclo de otro día más en el Paso Roballos y nos encontró sin sorpresas, comiendo frente al fuego detrás de otro arbusto insulso e insignificante con la coraza de un paredón. Es ahora cuando me parece imprescindible aclarar que aunque éste relato así como el paisaje fue cambiando de colores y matices a medida que avanzábamos, la banda sonora nunca dejó de repetirse, por eso, la lectura de este texto debería ir acompañada de principio a fin por un sonido persistente e inalterable, entrándote de a ráfagas por las orejas, despeinándote los pelos. El viento nunca paró y nosotros ya no nos quejábamos, en un par de soplidos se había llevado la poca resistencia que nos quedaba dejándonos un poco más dóciles, callados y pacientes.

Un poquito más libres

En la tarde del tercer día desde nuestra salida en Bajo Caracoles llegamos a la frontera. Tres árboles torcidos, una pequeña construcción y la bandera argentina agitándose sin cesar en la punta de un mástil, era todo lo que representaba el puesto de frontera en medio de un amplio valle donde el viento que bajaba de las montañas aprovechaba para tomar envión y seguir su camino atropellando lo que encontraba a su paso, que en esta oportunidad eran cuatro gendarmes originarios del norte argentino cumpliendo con su trabajo muy lejos de casa. Nos dieron agua caliente para compartir unos mates y mientras nos apretábamos para entrar detrás de la única pared que podía darnos reparo. Nosotros aprovechamos para bajar material y liberar tarjetas de memoria y ellos, con la mirada melancólica del desarraigo, para protestar por lo bajo una vez más recordando lo lindo de las tardes en familia durante el calor del verano, las guitarreadas, el acento, la añoranza del hogar. 

Para ellos éramos dos desconocidos que pasarían de largo como tantos otros pero, sin embargo, no dejaban de hablar, porque también éramos la única posibilidad de ser escuchados, y en esas latitudes solo eso ya era más que suficiente. A unos pocos kilómetros se encontraba el puesto de frontera chileno, y aunque era un tramo bastante corto, lo que nos tendría que haber demorado solo un rato se convirtió en horas, y la razón de semejante tardanza no era extraña y mucho menos preocupante: estaba la montaña, estábamos nosotros y los momentos, el de apurar la marcha, el de aguantar el cansancio, el de partir, el de enfocarse y en este caso en especial ese por el cual todos los demás cobraban sentido, el momento de arrancar en lo profundo y sin ninguna culpa un instante preciso de cordillera y guardarlo para el resto de nuestros días. Porque justo aquella luz que dibujaba los cerros cuando un grupo de aves remontaba vuelo debajo de una laguna blanquecina donde habitan flamencos quiso que así sea.

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Hacia la meta

Nos despertamos temprano, decididos después de cuatro días, a finalizar con el paso Roballos. Atravesamos el valle Chacabuco pedaleando rápido entre bajadas de ripio que nos impulsaban sin mucho esfuerzo hacia la próxima subida, hasta que ellos se cruzaron en el camino y nos obligaron a frenar, estábamos acostumbrados a que nos acompañaran desde lejos, curiosos y siempre alerta. Lo que nos pareció extraño fue su comportamiento, mientras avanzábamos nos miraban sin moverse; no corrían, no escapaban, era un grupo de guanacos como tantos otros con los que nos cruzábamos cotidianamente pero no nos tenían miedo, y eso no era algo habitual. Seguimos pedaleando lento sin entender qué pasaba, aún esperábamos la estampida, la huida en masa, el alerta de peligro, sin embargo la realidad nos demostraba algo muy distinto, ellos eran cada vez más y no parecían advertir en nosotros ningún tipo de amenaza. 

Bajamos de las bicis para comprobar que la lógica se había dado vuelta por completo, porque los únicos tensos en todo aquel extenso valle éramos nosotros dos. Nos movíamos pausado y con calma, estábamos rodeados por cientos de guanacos que jugaban, pastaban y caminaban junto a nosotros, pero aún no lográbamos asimilar que por primera vez en mucho tiempo podíamos acercarnos sin sentirnos invasores. Pasó un rato hasta que decidimos continuar y no fue necesario hacer muchos metros para comprender que aquel encuentro no había sido un caso aislado, cruzábamos el Parque Nacional Patagonia y los guanacos reinaban libres en aquellas tierras.

Después de cuatro días finalmente nos topamos con la Carretera Austral en el punto exacto donde confluyen los ríos Baker y el Chacabuco. Y tal vez porque el agua pasaba esmeralda y a borbotones entre las montañas, o porque la luz del atardecer atinó a salir en el instante exacto, Javi me miró como siempre, con la sonrisa inevitable de lo vivido, y yo pude sentir que también nosotros estábamos volviendo a ser un poquito más libres.

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Paso Roballos, Santa Cruz

  • Ubicación: al norte de la provincia el Paso Roballos cruza parte del P.N. Patagonia y recorre una de las zonas más lindas de la cordillera santacruceña. 
  • Distancia: entre el inicio de la Ruta 41, desde Bajo Caracoles y la Carretera Austral del lado Chileno hay 165 km con un desnivel total de +1.354 y -1.592 m . También existe la posibilidad de tomar la Ruta 39 hacia lago Posadas y luego conectar con la 41 más adelante . Los primeros 40 km son de estepa y luego el camino va subiendo y bajando.

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Marisol López

Marisol López

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