Verde. Pero no pálido, color verde de ese que lastima la vista por lo intenso. Sumado al camino casi naranja por las lluvias recientes, producía una tremenda motivación para trepar a pesar de la inclinación del terreno. ¿Dónde estábamos? Al Norte, casi cayéndonos en Bolivia y conociendo la faceta selvática de Salta. La fascinación que nos produce a Rodrigo y a mí esta provincia es inagotable, y esta vez le apuntamos a pedalear en la zona de San Ramón de la Nueva Orán. Como nuestro desconocimiento de la zona era absoluto recurrimos a un prestador local con años de experiencia, José Basualdo, de Contacto Natural Salta.
Travesía solitaria en busca de los durmientes
para optimizar los tres días que teníamos y elegir entre las múltiples opciones que desarrolla: bajadas en canoa, excursiones de pesca, recorrida por Parques Nacionales y Termas, etc.
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Orán está ubicada en un llano, pero equidistante de zonas muy distintas (a 10 km del río Bermejo y a solo 20 de las yungas) y rodeada por la zona de fincas, un cordón de pequeños y coloridos emprendimientos familiares agrícolas. La llegada a Orán fue con lluvia. Apenas instalados y armadas las bicis nos reunimos con los bikers locales del Club MTB Ciclismo Orán, que José había convocado para acompañarnos. Una vez cargadas las bicis en varias chatas partimos hacia el Oeste, primero por la ruta y luego por un camino que bordea el gran río Blanco. A solo 18 km estacionamos y nos preparamos. Felipe nos decía que “después viene todo trepada, así que aprovechemos estos kilómetros de terreno plano para calentar bien los músculos, ¿meta?”. Uno se tiene que acostumbrar a los modismos locales: si en Córdoba decimos “culiau”, en Orán le respondimos “Meeeta”.
En breve el terreno cambio, a medida que empezamos a ascender la muralla verde que bordeaba el camino crecia y crecia… nuestras pulsaciones empezaron a dispararse y jadeábamos buscando el lado externo del camino para minimizar el ángulo de subida, aunque no por eso dejábamos de admirar el paisaje. Un zumbido nos acompañaba, ya me estaba preocupando porque parecía de una abejorro gigante. Pero no. Un dron me pasó arriba del casco y se disparó hacia el cielo: el fotógrafo Alejandro Espeche estaba siguiéndonos con toda la artillería. A los 900 msnm realizamos una parada (Rodrigo y yo, agradecidos) para disfrutar de una postal: el Portal de las Yungas, donde se apreciaba gran parte del recorrido del río Blanco. Después empezaban a alternarse subidas con bajadas, y nuestros compañeros nos anticipaban si había algo peligroso: “Ahorita nomás viene una curva con una piedra grande. Cuidado porque después se enrosca mal y salís disparado afuera, ¿meta?”. Lógicamente ellos trepaban con un ritmo demoledor y nosotros con el nuestro, más lento pero constante. Luego, al conocer la técnica de subir y de bajar rápido, disfrutábamos esa sensación de descender a los chapazos a 50 km/h enhebrando curvas sinuosos al borde del precipicio...
El río Blanco
Pasamos un vado amplio pero poco profundo bordeando una zona de fincas. Y trepamos nuevamente hasta llegar a un cruce que marcaba nuestro destino: Isla de Cañas. Una linda bajadita nos llevó hasta el río Blanco que deberíamos vadear. ¿O sumergirnos? Estaba desbordado mal. Dos brazos de unos 30 metros de ancho con una más que respetable correntada nos separaban de la otra margen. Un voluntario pudo cruzar: el agua llegaba hasta arriba de las rodillas. ¿Qué somos? “¡Tiburones!”, gritamos y nos subimos nuestras nenas al hombro. Pero no fue fácil, la corriente nos “cruzaba” y sentíamos cascotazos en los tobillos. A uno de los jóvenes oranenses, que pesaba unos 50 kg, la corriente se lo llevaba y lo tuvimos que atajar. Pero otros que veníamos más lastrados pasamos mejor. Y cuando ya terminábamos el segundo cruce empezamos a escuchar ruidos lejanos. Pensé que había una minera cerca, pero José me dijo por el Handy: “¿Escuchás lo truenos?”. Estaba lloviendo “arriba” y esto podía producir aluviones... y bajaban por allí precisamente. Nuestros compañeros dijeron lo mismo: “Se van a quedar con las ganas de conocer Isla de Cañas, se puede poner difícil si el río baja bravo”. Así que volvimos a cruzar y desandamos camino. Efectuamos una breve parada en la finca de la familia Grimaldo para comer unas naranjas deliciosas y seguimos pedaleando hasta que la luz empezó a menguar. Ya era riesgoso bajar con piso mojado y poca luz, por lo que cargamos las bicis y retornamos para terminar nuestra primera jornada en Orán.
Las piernas se sentían por el esfuerzo del día anterior, por lo que a la mañana siguiente rumbeamos para la zona de fincas, ubicada a unos 15 km de la ciudad. Allí las frutas y verduras tienen tamaños y colorido increíbles. Pedimos permiso para ingresar en una que tenía una laguna. Rodrigo llevaba su caña ultraliviana y quería señuelear un rato, pero tuvimos dos problemas: la laguna estaba casi tapada de vegetación y en la orilla había muchas huellas de yacarés.
Almorzamos en un sendero selvático y enfilamos para bordear el río Blanco por sus rocosas orillas. Nuestras MTBs de doble suspensión nos permitieron transitar entre los roquedales que van quedando luego de cada crecida. Ya con dos días de pedaleo las bicis necesitaban unos mimos y limpiar las transmisiones, por lo que retornamos a Orán por la bicisenda que bordea la Ruta 50.
El día tres era “Bermejo Full”. Tantos años leyendo sobre ese río que al llegar me quedé helado mirando las barrancas. Hasta que Rodrigo me llamó a la realidad: “¿Y si pedaleamos?”.
Nuestra margen del río era baja, en cambio la de enfrente ostentaba unos 60 m de altura. Y como el Bermejo no estaba desbordado pudimos pedalear por la costa y sectores de playa. Cuando “se sale” de cauce arrasa con todo y por eso mismo encontramos árboles enteros cruzados en la costa, otro obstáculo natural para esquivar con las bicis. Con relaciones livianas para generar torque y desinflando un toque las cubiertas pudimos relevar varios kilómetros.
La despedida
Aunque las paradas eran constantes para sacar fotos a infinidad de huellas en la arena, y cuando los Camelbaks empezaban a flaquear de agua volvimos al campamento. Los 30° y la dificultad de pedalear en ese terreno nos estaban deshidratando. Cuando solo faltaban 200 m ya se olía el asado que tenía marchando José: ¡excelente excusa para el último pique!
Luego de la sobremesa le mostramos a José las huellas de pisadas: “Esta es un yacaré juvenil”, “estas son dos antas (tapires)”, “esto de gato de monte, casi seguro un yaguarundi..”. Nos quedamos con la boca abierta, estábamos a 15 km de Orán y parecía y un zoo. ¿Qué habría más adentro?
A la tarde, en cuanto el sol se empezó a acostar en el horizonte, las barrancas se colorearon de naranja en un instante mágico y emprendimos la vuelta pedaleando. En esos pocos kilómetros solo dijimos una frase: “¿Cuántos días necesitamos en la próxima visita a Orán?”.
Fotos: Alejandro Espeche.
Nota completa publicada en revista Weekend 540, septiembre 2017.
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