Durante años quedó agendado el viaje a Talampaya, y poder realizarlo en bici agregaba todavía más emoción. La propuesta existe desde el año 2001, con el nombre de “Descubriendo Talampaya en Bicicleta”, y tiene como objetivo recorrer el Parque Nacional, acompañado por guías. Los grupos son reducidos, por lo que es indispensable comunicarse antes para contratar el servicio.
La idea era acampar en el Parque, con Juan Franco Badiali y “Los Cosmes”, un grupo de MTB de Quilmes, Buenos Aires. Nos aprovisionamos antes, ya que allí hay sólo un lugar para comidas. Previa parada en El Chiflón –el poblado anterior– llegamos en dos vehículos utilitarios, trailer y bicis.
Recomendaciones previas
En la entrada del Parque nos contactamos con los guías y los seguimos con los vehículos hasta una dependencia, donde bajamos las bikes y preparamos nuestro equipo. Sergio Leiva estaba a cargo del grupo, y se encargó de darnos una breve charla sobre el recorrido, además de reforzar las recomendaciones: no dejar nada tirado, no levantar piedras ni dañar la vegetación, pero sobre todo llevar líquido y protector solar. El casco es obligatorio en todo el recorrido.
Ya sobre nuestras bicis enfilamos hacia el cauce principal del cañón. Obviamente no hay camino, sino que se transita por la huella que dejan los vehículos habilitados... o por donde se pueda. La consistencia del piso es arenosa con breves trechos de pequeñas piedras, alternando con trampas de arena fina. La pista es ancha, como la boca del cañón: 900 m para elegir el trazado. Pero a poco del recorrido vimos que la Zenith de Sergio transitaba siempre por piso seguro mientras que nosotros siete derrapábamos y nos clavábamos cada dos segundos. Con tantos años en el Parque leía el piso y sabía adónde apuntar.
Sorpresas a cada instante
A medida que nos internábamos nos sorprendíamos más de la magnitud del lugar. Si alguien nos hubiera filmado el resultado sería patético: íbamos pedaleando con la boca abierta, mirando hacia las altas paredes verticales, patinando con la bici y, en más de una ocasión, chocando la rueda de la bici que nos precedía. Sergio nos iba señalando las diferentes características del lugar, por lo que efectuábamos paradas para escucharlo y sacar fotos.
Un gran algarrobo nos llamó la atención por el grosor de su tronco. También nos mostró una gran piedra que quedó atrapada por el crecimiento del árbol: se calcula que eso sucedió hace… ¡600 años! Pero además se apreciaba en dicho algarrobo y en la rocas circundantes mucha vegetación arrastrada con signos de inundación. Y era real, varias veces al año las lluvias en las Sierras de Sañogasta, al norte del Parque, bajan en dirección al cañón de Talampaya, arrasando con todo a su paso.
Para tener idea de la magnitud de este espectáculo, en una zona en que el cañón tiene 700 m de ancho las aguas llegaron a los 2 m de altura. Parte de un camino asfaltado del Parque desapareció literalmente en la última crecida.
El día de nuestra visita el cielo se mantenía azul intenso, contrastando con el ocre de las paredes verticales. Pedaleamos y nos aproximamos a las enormes rocas, donde se apreciaba una gran corte en diagonal de cientos de metros, como si un cuchillo gigantesco hubiera hecho travesuras. Al pie había un hilo de agua y una gran caverna en la que casi se podía permanecer parado.
Cuevas con aire acondicionado
Allí entendimos por qué los antiguos nativos frecuentaban esta zona a pesar de parecer inhóspita: había refugio, caza y un mínimo de agua para subsistir. Además, la cueva parecía tener aire acondicionado, estimamos que había más de 10 °C de diferencia entre el sol abrasador del cañón y el refugio natural. Estos antiguos moradores dejaron su impronta en varios lugares, donde se apreciaban petroglifos describiendo escenas del pasado.
Siempre pedaleando y patinando constantemente, seguimos revoleando (plato chico y piñón grande) para tener más torque y salir de las trampas arenosas que eran una constante. Pero el transitar de los vehículos dejaba al costado una montañita arenosa de 40 cm de altura, que por las buenas era imposible de sortear, pero tomando carrera y topándola la pasábamos. Eso sí, la bici salía para cualquier lado y había que improvisar para no despatarrarse contra el suelo.
Llegamos al “Jardín Botánico”, llamado así porque la corriente de las inundaciones depositó allí durante millones de años sedimentos que hicieron que se formara un pequeño bosque de breas y algarrobos. Dejando las bicis, pudimos acceder a las nuevas pasarelas de madera que facilitan el acceso a gente con capacidades diferentes. El destino de la caminata era “La Chimenea”, una enorme formación rocosa de paredes de 80 m, en las que cualquier sonido produce varios ecos, a veces hasta ocho.
Un oasis en el desierto
Tras los alaridos pertinentes regresamos a nuestras monturas, buscando el ensanche del cañón. El hilo de agua que serpenteaba entre la arena comenzó a hacerse más ancho, nuestro guía nos comentaba que antes era temporario, pero ya llevaba 10 meses sin secarse. Y la madre naturaleza siempre tiene sorpresas: a pesar del agua salitrosa había pequeñas algas y hasta una planta rastrera semiacuática.
Buscando un poco de frescura aprovechamos la sombra de las paredes verticales y nos sentamos a comer algo liviano, siempre teniendo la precaución de no dejar ningún tipo de residuos. Mientras charlábamos pasaron varios guanacos que apenas se dignaron a mirarnos, y menos a asustarse. La fauna del parque es muy numerosa, con 130 especies de aves y otros cientos de mamíferos y reptiles.
Recuerdos evocados
Nuestro próximo destino era “La Catedral”, pero al salir de la protección de la sombra, el sol riojano nos desintegró, por suerte ya nos habíamos puesto nuevamente protector solar factor 35. En el tramo posterior, sin reparo alguno, nos sentíamos rostizados, pero ya conocíamos la clave: hidratarnos constantemente y, cada vez que nos deteníamos, sacarnos el casco para mojarnos.
Cuando llegamos a “La Catedral” me emocioné: como si fuera ayer me acordé de la primera foto que vi de Talampaya, hace más de 35 años. En ese momento no podía creer la belleza del lugar, y ahora... menos.
Empezó el regreso y Sergio nos guió hasta un punto panorámico. Desde allí se apreciaban las formaciones del cañón de Talampaya y luego los infinitos llanos riojanos. Mate, amigos, bicicletas, historia y el sol empezó a caer oxidando las paredes en un collage de rojos, naranjas, bordó y toda la gama de ocres. ¡Qué lindo es mi país!
Nota publicada en la edición 483 de Weekend, diciembre de 2012. Si querés adquirir el ejemplar, llamá al Tel.: (011) 4341-8900. Para suscribirte a la revista y recibirla sin cargo en tu domicilio, clickeá aquí.
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