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BIKE | 27-06-2012 16:52

Pedaleando en el Río Quequén

Una zona que mezcla la belleza de los saltos y que permite además combinar bike con tirolesa, kayaks y disfrutar de las imperdibles historias.
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El Quequén Salado era un viejo anhelo, quería ver la factibilidad de bajarlo en bike a pesar de sus barrancosas orillas. Pero no solo tenía barrancas y cascadas, también historia, paleontología, caza fotográfica, pesca, etc.

Con el contacto de Carlos Keller, de la Cooperativa de Turismo Aventura Mulpunleufu, el proyecto fue tomando forma. Y al enterarme de las actividades que realizan (tirolesa, kayak, rappel, trekking) tuve algunos colados: mi señora e hijos insistieron en hacerme “el aguante”.

Una soleada mañana nos encontramos con Carlos en el Km 531 de la ruta nacional 3, que da acceso a la localidad de Oriente. Un par de kilómetros más adelante, después del puente del río, hay un camino privado al cual la cooperativa tiene acceso. Ya era hora de bajar la bici.

Tras integrarme al grupo y pedalear 4 km, paramos en un bosque de eucaliptos y buscamos un sendero que baja hacia el río. Los 9 m de desnivel fueron muy divertidos por la nube de polvo que se levantó. Enseguida remontamos por la orilla saltando sobre grandes planchones de tosca hasta escuchar un gran estruendo: delante de mí aparecía la cascada más alta de la provincia de Buenos Aires, llamada Cifuentes o Aldaya, que hasta una importante inundación tenía 9 m de altura, pero que posteriores derrumbes modificaron su forma aunque no su belleza.

Después de un par de horas y de refrescarnos, partimos en caravana hacia Oriente (a 22 km de asfalto), y antes de llegar al pueblo nos dirigimos a la base de operaciones que la cooperativa posee en la antigua usina. Allí Carlos planificó el recorrido: cerca del ex-puente de ferrocarril, por una represa, la antigua usina abandonada, los restos de una calera con muchos túneles, y sitios con actividades de rappel, tirolesa de 185 m, kayak y pesca.

Aguas abajo

Entre las antiguas instalaciones de la usina abandonada hay un serpenteante sendero. Un par de vueltas para calentar las piernas y partimos río abajo. Obvio que no hay camino, la opción era ir por arriba, por el borde de campos sembrados y bajar para orillear por donde se podía. Pero muchas veces las barrancas cortaban el paso y eso implicaba remolcar las bicis hasta arriba. Realmente agotador ya que al declive se le sumaban los pastos altos.

Cientos de loros barranqueros cruzaban volando y haciendo un estruendo infernal porque invadíamos sus dominios. Pedaleábamos improvisando camino, a veces casi raspándonos los codos con la barranca, dando pequeños saltos y derrapando en los planchones húmedos de tosca. ¡Off-road en bike a solo 8 km/h, pero 100 % de satisfacción!

Regresamos al campamento sucios, picados por los mosquitos y con las bicis cubiertas por una

interesante capa de polvo, verdín y bosta de vaca. Los coordinadores me preguntaron qué actividad prefería… ¡Quería agua! Así que después de unos mates me fui en kayak a refrescarme. Mis hijos, mientras tanto, pasaban aullando en la tirolesa por sobre mi cabeza.

Por la tarde y luego del armado de las carpas realizamos un trekking familiar liviano por las barrancas. Y a la noche, después del asado, la yapa: visita a la luz de las linternas a la usina abandonada y a los viejos túneles de la calera.

Insistí en mi teoría de bajar todo el río en bike, pero era muy difícil, no solo por el terreno, sino por el consumo de agua y el desgaste físico. Además, no hay sitio para reaprovisionarse: el agua salobre no es potable. Por supuesto que igualmente disfruté la pedaleada.

Hacia el mar

El tercer día partimos por el camino de tierra que se dirige al balneario Marisol. A los 10 km hay un cartel que señala la ubicación de la Cueva del Tigre, allí cerca, lugar utilizado por los araucanos comandados por Calfucurá, y también un sitio muy conocido por haberse refugiado “el tigre del Quequén”. La cueva original fue destruida por una creciente, pero aún se puede visitar una parte... Aunque la bici se me trabó en la entrada.

Como la zona tiene formaciones de lava, es bastante compleja para pedalearla. A cada momento aparecían tremendos boquetes ocultos en la vegetación que tornan peligroso el tránsito. Subiendo el río se encuentra otra cascada, la última viable antes de la desembocadura, porque la de Mulpunleufu, una de las más importantes 8 km aguas arriba, es impracticable para las bikes.

Opté por volver al camino principal hasta el balneario, al que llegué serpenteando pesadas trampas de arena. En el cartel “La Tregua” giré buscando el río, pero la idea de bordearlo murió ahí: el propietario de un campo había alambrado hasta el agua y no podía pasar. Según el Derechode Sirga, se deben dejar 25 m libres, pero mucha gente no lo respeta. Pensaba en saltarlo cuando justo un paisano de a caballo me gritó: “Mejor no, el otro día paró un gomón y el dueño lo sacó a tiros”.

Mascullando bronca retorné al camino, giré en el paraje El Vimar, pisé arena firme y seguí por la costa hasta que me recibió un cangrejal. Las ruedas enterradas hasta las llantas me dijeron basta. Finalmente, admití que el Quequén Salado había ganado la partida, pero que la diversión había sido mía y de mi familia.

Nota publicada en la edición 474 de Weekend, marzo de 2012. Si querés adquirir el ejemplar, llamá al Tel.: (011) 4341-8900. Para suscribirte a la revista y recibirla sin cargo en tu domicilio, clickeá aquí.

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Aldo Rivero

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