Abandoné Bolivia por el paso fronterizo Hitos Cajón, en la Reserva Nacional Eduardo Avaroa, uno de los lugares más agrestes e imponentes que atravesé durante mi viaje. Chile me dio la bienvenida y, a pesar de que su incisiva Aduana me hizo abrir cuanto espacio tenía en mi movilidad y me hizo bajar absolutamente todo –incluso lo que tenía en la heladera–, el trato fue cordial y muy respetuoso. Diría que lo opuesto a lo que experimenté en Bolivia, donde fue permanente la actitud de imponer autoridad a la fuerza y con un maltrato constante por parte de los agentes de Aduana, Migraciones y Policía.
Para contrarrestar la mala energía y los permanentes retos caprichosos por parte de las autoridades bolivianas, como si se tratase de un spa, me interné en la mejor pizzería que encontré en San Pedro de Atacama, mi primera parada en Chile. Una pizza crujiente, generosa en ingredientes y hermosa a la vista, más una cerveza fría para acompañar. Me entregué en cuerpo y alma a la experiencia gastronómica y, conforme se desarrollaba la ingesta, sentí que me fusionaba con el provolone, el jamón crudo y las aceitunas. La abultada cuenta zanjó el delirio de la comunión.
Días de descanso
Con el tanque lleno de sensaciones placenteras, decidí que sería apropiado buscar algún alojamiento para regalarme una buena noche de sueño y un respetable nivel de aseo como para transitar de a pie las lindas calles de la ciudad.
San Pedro de Atacama es un lugar de una riqueza extraordinaria en términos geográficos, geológicos y turísticos. Esta pequeña ciudad reúne a una ecléctica masa de visitantes de todas partes del mundo, con sus ofertas que van desde el lujo total hasta los campings más básicos que pueden concebirse. Gracias a esto, las calles empedradas, rodeadas por construcciones de adobe, son una galería interminable de personajes. En varias ocasiones me senté en la plaza central como un abuelo que, a través de la contemplación despreocupada, se informa de los acontecimientos más relevantes del día.
Además, cerca de Atacama recorrí paisajes de una belleza inverosímil, presencié largas puestas de sol desde escarpadas terrazas naturales y dormí al cobijo de una vía láctea clara y definida. Todo en San Pedro de Atacama fluyó de manera plácida e intensa. Fue una pausa en el viaje. Uno de esos lugares que se elige para rearmarse y pensar en lo que viene.
Partí una cálida mañana, aunque no me fue fácil abandonar esa sensación de comodidad. Una vez más, con rumbo firme hacia el Pacífico, pasé por Calama y Antofagasta, pero sin detenerme. Después de un par de paradas en campings al costado de la ruta, empujé el pedal del gas y continué hasta el Parque Nacional Pan de Azúcar, en el que recorrí su costa embravecida: grandes acantilados, unas formaciones de piedras filosas que dan paso a otras redondeadas y de bordes suaves, a lo que se suman playas de arenas blancas y poca gente por donde uno mire. Un paraíso inesperado, ideal para recorrer con tiempo y calma.
Hora de volver
Ya hacía rato que rondaba las latitudes de mi país, que se encontraba al otro lado de la cordillera. El momento de cruzar se acercaba y con él la última etapa del viaje. Mi camioneta, soberbia compañera de ruta, iba a comenzar a rodar en tierras argentinas. La idea de volver representaba una linda imagen y una sensación única. Pero desde el momento que partí, un año atrás, siempre tuve en la cabeza la duda de si iba a poder ingresar con el vehículo al país. Consulté páginas web, blogs y demás fuentes de información, entre ellas la más importante, la Dirección General de Aduanas. Desafortunadamente, ninguna fue clara para sacarme la duda. Entonces seguí indagando con otros viajeros argentinos que estaban en una situación similar. Para todos era la misma lotería.
Finalmente decidí probar suerte por el paso fronterizo Agua Negra, que une La Serena con la provincia de San Juan. En La Serena, lugar en el que ya había estado y me había caído muy en gracia, me preparé mentalmente para el cruce, como también acondicioné mi vehículo con algunos ajustes en la suspensión, además de un cambio de aceite y alguna que otra cosa menor. Sabía que la trepada a 4.700 metros de altura iba a ser brava.
Rumbo a la Argentina
Comenzaba el camino hacia las alturas de la cordillera con temperaturas por debajo de los cero grados. Era el principio del fin, en mi cabeza no había más que incertidumbre y un deseo irrefrenable de volver a la tierra que amo.
Mi camioneta fue subiendo a ritmo lento para no forzar ningún componente. De esta manera pasé la aduana chilena y, a sabiendas de que el camino era largo y tortuoso, decidí acampar a orillas de un lago color esmeralda. Descongelé un salmón conservado hacía mucho tiempo, abrí una botella de vino y, mientras el sol se escondía tras un escarpado frente andino, dando paso al frío de la tarde, disfruté, quizás, de mi última comida en Chile.
Nota completa en Revista Weekend del mes julio 2018 (edicion 550)
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