—Leonel, ¿usted se acuerda de San Manuel?
Discúlpeme, pero estoy obligado al método coloquial para este recuerdo.
Ábalo, mi amigo psiquiatra, dice que mi catarsis más positiva la consigo volcando en el papel todo: nostalgias, melancolías y miedos. Pero esto no es una catarsis. Usted me conoce bien. Esto es volver a saborear un trago muy feliz, junto con su hermano Cacho, hace ya muchos años, un trago como para repetirlo cada tanto. Ahora se lo recuerdo por escrito, ya que yo mismo me propongo volver a leerlo todas las veces que quiera. Porque figura entre los mejores aciertos de su vida de cazador y entre los mejores momentos que pasamos juntos.
Relatos a cielo abierto: Hurras para Manuel
San Manuel. Ya ni recuerdo por dónde estaba la estancita, perdida entre las sierras de Tandil, tirando para el lado de Juárez. Disponíamos de días hábiles, y así era más fácil conseguir permiso de caza en cualquiera de los campos de esa zona.
No sé por qué rumbo nos llegó la tarjeta milagrosa. Sé, eso sí, que cuando hablamos con el encargado, de pronto apareció en su mano izquierda, esa que siempre le andaba fallando pero que le permitía tirar como ningún otro, una botella de Grant’s. El diálogo se hizo extenso; yo venía manejando la F100 que usted preparó. Ya estábamos a media mañana y aún ni habíamos cambiado de calzado. Disponíamos de menos de dos jornadas y, milagrosamente, el cielo no mostraba ni una nube. Así que había que aprovechar. Yo lo incitaba y usted, con su gesto de siempre, me miraba como extrañado, como a un recuerdo borroso. Era su señal preferida. Cuando la emitía significaba que estaba a la búsqueda de algo muy especial.
Por fin usted se nos reunió, y sin más dijo:
—Siga la huella, por el costado del arroyito, hasta la segunda tranquera; después le explico.
Con esa frase bastaba. Esas pocas palabras decían, en realidad, que usted había logrado el dato y el permiso para aprovecharlo. Aquí vale la referencia a mi costumbre, que usted nunca pudo aguantar, de alejarme lo más posible. Ni yo mismo puedo explicármela. Era sacar a mi perro “Buc”, el bretón inolvidable, cargar la Beretta 16 de caños yuxtapuestos, y perderme, por lo menos, hasta el mediodía. Puede ser que semanas enteras de conferencias, asambleas, conflictos y todo tipo de novedades en la redacción del diario me impusiesen esa ansiedad de soledad, viento y rumor de yuyales, detrás del perro y de los tiros felices.
Llegó Cacho con “Paco”, el bretón más endiablado e inteligente de todo el criadero que usted tenía en Monte. Traía su porción de blancos obtenidos y me imitó. Casi al unísono nos surgió a ambos la pregunta: “¿Dónde andará Leonel?” Había salido con el “Nick”, el sire del criadero, el perro “para no olvidarlo nunca”.
Por fin localizamos su birrete “federal”. Pero usted no se movía. Se alzaba, agitaba el brazo y con la escopeta señalaba arriba y detrás. A pleno pulmón, en línea recta, en “marcha salvaje”, alcanzamos la cresta. Pasto puna, gramillón corto y lajas enormes, de varios metros de circunferencia, la típica formación montañosa de las sierras de Tandil. Y de golpe, los dos perros en marca firme, inmóviles. Nos miramos con Cacho. Sin dudas, allí estaban las martinetas. Mi Buc levantó una. Frente a Paco, y de una misma mata, volaron dos.
Lo que siguió no se puede describir. Todo era un permanente volido de alas anchas y cogotes en punta. Salían en todas direcciones. Cacho me señaló el piso. Siete martinetas habían sido cuidadosamente cobradas y aportadas por Buc.
—Bueno, ya es bastante, -afirmó Cacho, con su laconismo habitual.
Los perros, ignorantes de toda forma ética y profundamente cazadores, seguían marcando y levantando otras martinetas. Con cuidado, sin prisa, acomodamos las presas en nuestros chalecos, abrimos las armas e iniciamos el regreso. Íbamos pendiente abajo. Por momentos nos sentábamos en el matorral y usábamos el pasto largo como tobogán. Los perros desaparecieron por un buen rato. Usted, Leonel, hacía rato que nos esperaba junto al coche. En el alambrado lucían sus cinco presas. En realidad, creo que llegamos a ver más de medio centenar, por lo que bien podíamos justificar la cosecha abundante pero nada exagerada.
“Nos rodearon a paso redoblado y tuvimos que defendernos”, le expliqué a Cacho, que me respondió con su habitual sonrisa.
Usted, Leonel, me tendió una copa de Carcasone llena hasta el borde.
—Por esta única vez- me dijo. Brindamos los tres en silencio. Arriba retornaban a vibrar los silbos largos, profundos. Atrás, quedaba la montañita de pasto aplastado, a la cual le había agregado su metro ochenta y tantos de estatura, su brazo y la escopeta, para señalar el lugar lógico de la batalla…
Ayer eché unas gotas de buen vino en el rincón de Videla que usted eligió para el funeral. Uno envejece. El vino es menos picante y más escaso. El diálogo también suele terminar antes de haber comenzado. No volvimos más a aquella ladera.
No lo haremos, lo sé bien. Pero su figura, y el gorro y el brazo, esa genial travesura, permanecen, se dibujan en el aire frío y transparente de la mañana invernal; allá, por las sierras de Tandil, en un rincón que di en llamar San Manuel, nombre incorrecto pero que sirve para que usted y yo sepamos, en cualquier dimensión que estemos, de qué lugar se trata.
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