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BIKE | 25-10-2019 18:38

En bike por senderos ocultos de Santa Cruz

En busca del lago San Martín por caminos poco transitados, nos sumergimos en zonas vírgenes de la Patagonia Austral. Por Marisol López.
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En el corazón de los Andes, donde los caminos se vuelven huella, existe una cordillera secreta de lagos color turquesa y montañas vírgenes, en la que el hombre aún debe pedir permiso para poder habitarla. La Patagonia Austral es uno de los pocos lugares en el mundo donde todavía se pueden encontrar grandes extensiones de tierras montañosas que hasta el día de hoy permanecen inexploradas, escondiendo entre sus rocas y nieves eternas los susurros de un hábitat indomable y maravilloso por descubrir.
Llegar a Tres Lagos, el pequeño pueblo ubicado en la entrada al lago San Martín, significa haber atravesado anteriormente cientos de kilómetros de ripio o asfalto. No importa la dirección desde donde se llegue, las distancias en Santa Cruz tienen significado propio. A partir de este punto y con las bicis ya preparadas para más de ocho días de travesía, tomamos la Ruta 31 que nos llevaría con rumbo oeste en dirección a la montaña. Una recta interminable se extendía hasta donde ya no llegaba nuestra vista, estábamos rodeados por inmensas llanuras desérticas de pastos bajos y teníamos varios kilómetros por delante, hasta poder averiguar qué se escondía detrás de aquel intrigante horizonte.

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Ripio suelto, viento de frente y las ruedas enterrándose en la tierra. Desde algunos metros más adelante, Javi me advirtió: “Pedaleá rápido Sol, ganá velocidad y pasarás bien”. No era la primera vez que nos internábamos por caminos poco transitados en medio de la estepa patagónica y sabíamos lo que eso significaba. Era necesario adaptarse a otros tiempos y condiciones, no seríamos nosotros sino la naturaleza del lugar la que impondría el ritmo del viaje y eran precisamente esas experiencias las que estábamos buscando.

Objetivo a la vista
 
El plan era llegar a Chile a través del Paso Río Mosco para lograr completar nuestro cruce de cordillera número 42. Según lo que habíamos investigado, la ruta de ripio por la cual pedaleábamos nos dejaría, después de unos 100 kilómetros, en una huella bien marcada que luego de atravesar caudalosos ríos, y por la escasa información que habíamos conseguido, se convertiría en un posible sendero de herradura que cruza la montaña bordeando el lago San Martín hasta el pueblo de Villa O’Higgins en Chile. Era un paso difícil, no solo por lo virgen de la zona y la poca información sobre la dirección y estado del sendero de montaña que teníamos, varias zonas técnicas, sino porque además era un cruce apenas utilizado por un puestero de nacionalidad chilena que trabaja en una apartada estancia ubicada del lado argentino y muy cerca del límite fronterizo, lo que significaba que existía la posibilidad de no encontrar un camino marcado por el cual orientarnos.
Pedaleamos durante todo aquel primer día de travesía casi sin detenernos, sobre una ruta que por su estado se volvía cada vez más pesada pero que nos permitía avanzar sin más complicaciones que el rebote continuo sobre el serrucho y un poco de fuerza extra en las zonas donde el ripio se volvía arena suelta. Esa misma tarde, y con la luz del sol a punto de despedirse para dar paso a una luna grande y redonda, encontramos un pequeño pozo en la estepa y decidimos disfrutar de la noche improvisando un rápido vivac para dormir al aire libre y sin una gota de viento, algo poco habitual en esas geografías. A esa altura ya estábamos a tan solo unos 30 km del lago San Martín y de esa particular cordillera que tanta curiosidad nos había despertado la primera vez que la habíamos descubierto en los mapas.

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Blanco y turquesa 

Al terminar de subir una cuesta pronunciada, lo encontré a Javi esperándome en la cima. Estaba inmóvil sobre la bici con la sonrisa ansiosa por verme llegar. Yo aún no comprendía del todo el motivo de su alegría así que me apresuré a terminar de trepar lo poco que me quedaba y un suspiro largo confirmó mi sospecha. Delante nuestro se levantaban imponentes los picos nevados de la cordillera mientras que un lago enorme y turquesa surcaba la montaña contrastando con los ocres y marrones de la aridez de la roca para dar las últimas pinceladas de lo que podría llegar a ser lo más parecido a la perfección.
Bajamos hasta una pequeña estancia y a los pocos kilómetros la ruta se volvió cada vez más angosta hasta desaparecer por completo en el río Fósil, el primer gran y ancho río que nos tocaba cruzar y que representaba la puerta de entrada al corazón del lago San Martín. Llegar al otro lado por suerte no fue para nada difícil; el caudal del agua que bajaba por la decena de brazos que forman aquel imponente río apenas nos llegaba a las rodillas, permitiendo que crucemos tranquilamente. Pero no siempre era así porque, según nos dijeron, el Fósil no acostumbra ser dócil ni sereno y en unos pocos minutos podía llegar con su acostumbrada potencia dejando todo lo que nos rodeaba bajo un torbellino de agua y rocas.
Cuando finalmente estuvimos del otro lado, tomamos una pequeña huella que nos fue llevando por lomas y llanuras, sumergiéndonos, metro a metro, en un entorno profundamente íntimo y agreste, como si fuera posible penetrar en el alma de la cordillera.

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Obstáculos en el camino

El segundo gran río por cruzar era el Caracol, al que llegamos caminando sobre un enorme suelo de rocas hasta que los brazos del río comenzaron a aparecer. A diferencia del Fósil, su caudal era profundo y potente, tuvimos que dejar las bicis y caminar de una a otra punta analizando el mejor lugar para poder intentar el cruce y decidimos hacerlo juntos, agarrados el uno del otro, para lograr más resistencia y apoyo con el agua correntosa hasta la cintura, sin embargo fue mucho menos complicado de lo que habíamos  imaginado y logramos llegar sin ningún problema hasta la otra orilla, donde el camino se volvía nuevamente un sendero de montaña. 
Desde allí le dimos comienzo a la parte más dura de la travesía. Empezamos a subir abruptamente por un pequeño y casi indistinguible camino que, metro a metro, se volvía cada vez más fino y nos enfrentaba de a poco a un precipicio intimidante. Seguimos avanzando con cuidado y dudas sobre lo que nos esperaba más adelante hasta que, después de una curva, el sendero de-sapareció por completo debajo de un enorme derrumbe de varios metros. Nos detuvimos de golpe y analizamos la situación durante un largo rato. Arriesgarnos a pasar con las bicis por ese filo de montaña totalmente vertical y desmoronado, con suerte nos permitiría continuar con la travesía. Pero ya habíamos estado en una situación muy similar un año atrás y, si algo habíamos aprendido después de estar a punto de caer cientos de metros con nuestras bicis, era sobre humildad y riesgos sin sentido.

 

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