Desde el helipuerto de Ushuaia volaremos en un helicóptero Robinson 44, casi una cápsula vidriada con 360° grados de panorámica. Nos colocamos auriculares antiruido y el piloto activa los comandos: subimos en línea recta y giramos 180° para arrancar hacia el puerto. Sobrevolamos el antiguo presidio y el puntiagudo Monte Olivia para avanzar por un valle hasta el círculo verde de la laguna Esmeralda. Vamos a 20 metros de la ladera y el vasto paisaje parece al alcance de la mano. Aterrizamos en la cima plana del cerro Le Cloche para caminar por un terreno de grandes rocas nevadas como por una terraza. A mis pies un colchón de nubes parece un cielo bajo, otro cielo, formando una continuidad con la nieve que lo cubre todo, incluso los techos de la ciudad. Aquí en lo alto, luego de dos décadas viajando a la Patagonia, me invade la sensación de haber rozado una fibra medular de ese inasible paisaje: es la quintaescencia de aquella terra incognita australis que atraía a los navegantes hace cinco siglos, aún a riesgo de ceder al canto erótico de las sirenas y de caerse en los abismos del universo.
Cómo se vive la montaña en moto de nieve
Veo el puerto de Ushuaia en la lejanía con su aire melancólico: es el arquetipo de los puertos del mundo, el último antes del fin con lujosos cruceros, fantasmales cascos oxidados y barcos pesqueros como un cascarón de nuez. Allí terminan el mapa de América y Los Andes: el antes temido pero ansiado finis terrae en los contrafrentes de un planeta plano. Estoy en el reino de la desolación sumido en un desconcertante éxtasis libertario. “¡Vamos!”, grita el capitán. Y obedecemos. Pero partimos sin irnos, con el convencimiento de que ya nunca nos libraremos del magnético influjo de esa dama esquiva –la Patagonia– ni de sus Andes tutelares de punta en blanco que vemos hundirse en el mar.
El vuelo tiene un valor de U$S 370.
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