Friday 19 de April de 2024
TURISMO | 30-01-2020 13:20

Glamping entre lengas y ñires

La reserva de montaña Huemules brinda una opción ecológica para descansar en domos y recorrer las montañas patagónicas en verano.
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Patricia Daniele
Patricia Daniele

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Editora Ejecutiva de revista Weekend y su web, Editora General de Vivo.Perfil.com y de Luna teen.perfil.com. Columnista de espectáculos en Perfil.com y Reperfilar. Especializada en turismo y servicios al turista, gastronomía y lifestyle, series y TV paga, teatro y recitales, tendencias del mundo joven. TW e IG. @pato_daniele

La claridad me daba de lleno en la cara. Me desperté con una sensación de paz muy reconfortante. Mientras la modorra me iba abandonando, miré a mi alrededor: los picos nevados del Rivadavia asomaban con timidez entre el cortinado del ventanal y el hogar donde se deshacían los últimos leños. Me levanté para agregar madera a la salamandra y correr las cortinas: así pude ver la montaña y el bosque en todo su esplendor desde el confort de mi cama queen size. Había pasado mi primera noche en un domo solitario ubicado en el extremo de una reserva de montaña de Esquel, y me esperaba un día pleno de actividades. Después de una rápida ducha, ya vestida y bien abrigada, caminé un largo trecho hasta el domo comedor, unido por una estructura de madera con doble puerta a otro similar usado como living. Allí, en un ambiente calentito que representaba a la perfección el concepto de glamping, nos esperaba el desayuno preparado por Leo Najle, chef responsable de todos los alimentos que saborearíamos durante la estadía en la reserva de montaña Huemules: budines, dulces, frutas, muffins, yogur y cereales. Lo necesario para encarar con energía el trekking que nos esperaba, de la mano de una de las guías, la británica Ilona.

Trekking y cabalgata

Salimos sin apuro a caminar acompañados por los perros. Dejamos los domos atrás y nos internamos en un bosque de ñires; caminamos siguiendo la huella del ganado por senderos serpenteantes, ascendiendo lentamente y cruzando de vez en cuando un arroyito, sorteando árboles caídos y admirando las pequeñas orquídeas que crecen a la sombra. Finalmente, llegamos a un claro y ascendimos un poco más para tener una vista privilegiada del cordón Rivadavia. Apenas habíamos caminado dos kilómetros con un poco de desnivel y terminamos en un sector circular con bancos y un espacio para prender fuego, que usan en el momento culminante de la caminata a la luz de la luna. Me emocionó imaginar cómo se verán las estrellas desde esa meseta en una noche de luna llena. Es que estamos en un lugar sin contaminación lumínica, en el que la naturaleza está en todo su esplendor.

Aunque la charla se iba poniendo interesante, debimos emprender el regreso pues Leo nos esperaba con un almuerzo a la vera del arroyo que genera la electricidad de este emprendimiento familiar: asado con una previa gourmet compuesta por salmón, quesos y bondiola ahumados, provenientes de un establecimiento de Esquel, y una completísima parrillada que estaba bien a punto. El postre fue una criolla ensalada de frutas y un poco de descanso porque a la tarde nos tocaba cabalgata.

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Eramos un grupo reducido. En Huemules solo pernoctan hasta 21 personas con la intención de brindar privacidad –los domos están alejados unos de otros– y generar el menor impacto posible sobre el ambiente de la reserva. Ya eran las cuatro de la tarde y, con la compañía de un matrimonio mendocino que acababa de llegar, nos fuimos al corral a buscar nuestros caballos en compañía de Ilona y de Brian, el cuidador del lugar que vive en Huemules aún en invierno, cuando la nieve supera el metro de altura y ni los caballos pueden atravesarla.

El objetivo era llegar hasta lo de Vidal, una casita de madera, monoambiente hoy deshabitada que está rodeada por vacas en pastoreo. Para llegar hasta allí nuestros caballos fueron guiados otra vez por Ilona, experta en equitación. La seguimos en hilera por senderos estrechos, en medio de un bosque de lengas, repitiendo la huella que Vidal, el puestero que vivía en esa casita, dejó marcada para ser retomada por los turistas ocasionales. Seguimos los rastros del ganado hasta llegar al mirador de La Torta, la montaña que se encuentra enfrente.

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La travesía, de más de una hora, nos llevó por una geografía distinta, cruzamos arroyos a caballo, subimos en algunos tramos y en otros debimos descender apoyando la espalda sobre el lomo del animal para balancear el peso. De vez en cuando la yegua que me tocó, Canela, intentaba ir primera arrimándome riesgosamente a las ramas de los árboles y las plantas bajas que enmarcan el recorrido, o coceaba al caballo que venía detrás para impedirle avanzar. Estaba temperamental. En el bosque nos cruzamos con un par de caballos grises que estaban pastando tranquilamente. Su imagen era etérea, mágica, parecían más un cuadro que una foto de la realidad.

Delicias de montaña

Seguimos ascendiendo hasta que llegamos al claro en el que se encuentra el puesto, momento en el que el perro más joven, Rodolfo, con espíritu de ovejero alemán se fue a arriar a las vacas seguido por Arturo y Zorro, los canes de Brian. Fue el momento de desmontar mientras Ilona sacaba de sus alforjas budín y té inglés (con leche) para una merienda improvisada. Aprovechamos para charlar, preguntarle a Brian cómo es la vida en el invierno esquelense. El, con simpatía y la autenticidad que caracteriza a la gente de campo, ya que se crió en la estancia de los Benetton, relató las peripecias de su vida en la soledad de la montaña. El regreso a caballo fue por camino mejorado, a pleno sol, y en la zona de domos comunitarios nos ofrecieron una merienda tardía. ¡Y todavía faltaba la cena!

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Leo nos preparó una entrada compuesta por gazpacho de tomate y frutos rojos, presentado junto a un ceviche de camarones realmente delicioso y que se complementaban a la perfección, para disfrutar luego de un espectacular guiso de cordero para combatir el frío que arremete cuando baja el sol. De pronto había menos de 10 grados, aunque adentro del domo comedor el hogar nos mantenía calentitos y sin necesidad de mucho abrigo.

Un postre para el aplauso y el cansancio marcó el momento de volver a disfrutar de la soledad y la tranquilidad del domo dormitorio, mientras las estrellas reinaban en un cielo luminoso y diáfano que merecía la contemplación.

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100 % glamping

Huemules, a 23 kilómetros de la ciudad chubutense de Esquel, tiene 6.000 hectáreas de bosques en la ladera de la montaña. El cordón Rivadavia es la alta cumbre limítrofe que separa la zona: de un lado está la reserva y del otro el Parque Nacional Los Alerces. Mimetizados con el entorno, entre los grupos de árboles, hay unas cúpulas verdes diseminadas por una parte del terreno: los domos, construidos en lona gruesa sobre una estructura armada con caños. Tienen un sector transparente a modo de ventanal, están apoyados sobre tarimas de madera para no invadir el terreno y, en el interior, están recubiertos por un matelassée beige que ayuda a mantener la temperatura y a aminorar los ruidos externos. Cada domo tiene baño completo, electricidad, agua caliente, hogar a leña, Wi-Fi y amenities biodegradables. El toque de glamour está asegurado en pequeños detalles de decoración y confort que se condicen directamente con el trato que brinda el personal: cada huésped es llamado por su nombre, regalan una botella térmica para tener agua siempre a mano, Leo pregunta si nos gusta lo que va a preparar para la siguiente comida y, ante la mesa, presenta sus platos igual que en un restaurante de lujo. De la misma manera que intentan no invadir a la naturaleza, también dejan a los huéspedes a su libre albedrío. Una experiencia para volver a vivir en buena compañía.

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